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El desafío de Donald Trump frente a su propia administración , por Thierry Meyssan
- Donald Trump y John Bolton.
Hace 3 años que el presidente Trump viene tratando de imponer su punto de vista a una administración cuyos principales funcionarios se aferran, desde hace 18 años, a la doctrina Rumsfeld/Cebrowski que contempla la destrucción de las estructuras mismas de los Estados en los países de regiones enteras del mundo no globalizado. Desde su óptica jaksoniana, Donald Trump estima, por el contrario, que es más conveniente reemplazar la guerra por la negociación y los negocios para dominar el mundo entendiéndose con Rusia y China, en vez de tratar de hacerlo en contra de esas dos potencias. Donald Trump espera lograr su objetivos para el 23 de septiembre, día en que debe hacer uso de la palabra ante la Asamblea General de la ONU, precisamente un año antes de la próxima elección presidencial estadounidense. Eso le permitiría buscar la reelección apoyándose en sus logros.
Los nuevos elementos que vienen a completar lo que indiqué hace 2 semanas sobre Siria y Venezuela tienen que ver con Afganistán, Irán y Yemen. Pero lo más evidente es, por supuesto, la salida del consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, de la Casa Blanca. El hecho es que Trump no pidió a Bolton que dimitiera. Lo despidió haciéndole saber que ya no necesitaba “sus servicios”.
John Bolton no es en lo absoluto un neoconservador, como lo describen ciertos medios de prensa, sino un feroz partidario del «excepcionalismo estadounidense» [2]. Esa escuela de pensamiento se basa en el mito de los «Padres Peregrinos»: rechaza la aplicación de los tratados internacionales en el derecho interno, juzga con extrema severidad los comportamientos de los demás… pero absuelve por principio cualquier forma de comportamiento de los estadounidenses y no tolera que alguna jurisdicción internacional se inmiscuya en los temas internos de Estados Unidos. En resumen, estima que –por razones de índole religiosa– Estados Unidos no es comparable a ningún otro Estado y que no debe someterse a ninguna ley internacional.
John Bolton es un personaje que no vacila en presentar las cosas como más le conviene, sin preocuparse por la realidad de los hechos ni por tratar de hacer que lo que dice sea al menos creíble. En 2003, cuando se votó la Syrian Accountability Act, John Bolton llegó a decir ante el Congreso que Siria amenazaba la paz mundial con armas de destrucción masiva… como Irak. Más recientemente, Bolton entró en la historia prohibiendo a la fiscal del Tribunal Penal Internacional viajar a Estados Unidos para investigar.
Muy popular entre los electores de la ultraderecha, John Bolton no comparte las ideas del presidente Trump en materia de política internacional. El único consejero de Seguridad Nacional que se ha entendido con Trump es el general Michael Flynn, quien permaneció en ese cargo sólo 3 semanas, hasta que el establishment lo obligó a dimitir. Bolton llegó a ese cargo después del general H. R. McMaster. Como en las series de televisión, Bolton hacía junto a Trump el papel del «bad cop» (el policía malo) que permitía al presidente parecer mucho más conciliador.
El segundo elemento es la evolución de los conflictos en Afganistán y en Yemen. Se sabía que Estados Unidos había iniciado negociaciones con los talibanes en Qatar, en 2015, o sea durante la última fase del mandato presidencial de Barack Obama. Lo que no se había dicho es que desde marzo de 2019, el presidente Trump estaba negociando el futuro de Afganistán, no sólo con las autoridades afganas y con los talibanes sino también con Rusia y China. No se trataba esta vez de compartir el poder entre las dos facciones afganas sino de reconocer la legitimidad de la resistencia de los talibanes ante la presencia de fuerzas extranjeras en suelo afgano. Por su parte, los talibanes debían condenar el yihadismo. Hubo dos reuniones en Moscú y en Pekín [3]. Un tercer encuentro secreto debía haber tenido lugar la semana pasada en Camp David, en presencia del presidente Trump y del presidente afgano Ashraf Ghani. Sin embargo, el 5 de septiembre los talibanes reclamaron la autoría de un atentado que dejó 12 muertos en Kabul. Entre los muertos hay un ciudadano estadounidense. La reunión de Camp David fue anulada y Estados Unidos bombardeó zonas controladas por los talibanes.
Al mismo tiempo se supo que Washington había iniciado negociaciones secretas con los huthis yemenitas, que se oponen al poder del presidente internacionalmente reconocido, Abdrabbo Mansur Hadi. Sólo unas semanas antes, Washington todavía presentaba a los huthis como agentes de Irán. Pero en Estados Unidos recordaron súbitamente que al principio del conflicto los huthis no contaban con el apoyo de Irán y que acabaron aliándose a la República Islámica para garantizar su propia supervivencia. Por consiguiente, es evidente que, ante las divergencias entre Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos, el interés de Washington ya no es seguir apoyando a un presidente títere a quien nadie obedece y que desde hace tiempo vive refugiado en Arabia Saudita.
Durante esas negociaciones, la guerra sigue sin Estados Unidos. Los huthis utilizaron una decena de drones contra instalaciones de la industria petrolera de Arabia Saudita. Riad afirma haber sufrido importantes daños que reducen a la mitad la producción nacional de petróleo. El secretario de Estado Mike Pompeo afirma por su parte que el ataque vino en realidad de Irán, que atentaría así contra el aprovisionamiento mundial. Pero todo eso es, cuando menos, desproporcionado. Todas esas declaraciones deben ser interpretadas en el contexto de nuestro tercer punto: las relaciones entre Estados Unidos e Irán.
Comencemos por recordar los factores: en 2012, la administración Obama negociaba secretamente en Omán con emisarios del Guía de la Revolución iraní, el ayatola Alí Khamenei, para marginar a los seguidores del entonces presidente de Irán, Mahmud Ahmadineyad, y propiciar la llegada a la presidencia de un personaje implicado en el escándalo de tráfico de armas Irán-Contras, el jeque Hassan Rohani. Después de la elección de Rohani, se negoció en Suiza un acuerdo internacional con Irán, el llamado «Acuerdo 5+1» o JCPOA. Este acuerdo estipulaba que Irán no podría retomar el programa nuclear militar iraní… programa que los Guardianes de la Revolución ya habían abandonado en 1988 por considerar que las armas de destrucción en masa eran incompatibles con su visión del islam. Pero existía un segundo acuerdo, bilateral y secreto –sólo entre Washington y Teherán– que preveía aprovisionar Europa con gas iraní para que Rusia no pudiera vender su gas en ese continente.
Cuando Donald Trump llegó a la Casa Blanca estimó que Estados Unidos controla el mercado mundial de la energía pero que no debía hacerlo en detrimento de Rusia ni de China, potencias con las cuales esperaba concertarse para dominar el mundo. Así que Trump sacó a Estados Unidos de los dos acuerdos que Obama había concluido con Irán y propuso de inmediato reabrir la discusión con Teherán. Viendo que llevaba todas las de perder, el ahora presidente iraní Hassan Rohani exigía el respeto de los acuerdos, rechazaba la proposición de conversar con Trump y, creyendo que este último sería rápidamente expulsado de la presidencia por un impeachment, declaraba que esperaría por el regreso de los demócratas a la Casa Blanca. Por su parte, el Guía de la Revolución no reaccionó como político sino como religioso. Indignado ante la deslealtad de Estados Unidos, el Guía instruyó a los Guardianes de la Revolución, que se hallan directamente bajo sus órdenes, para que extendieran su autoridad sobre todas las comunidades chiitas en el exterior. De la noche a la mañana, los Guardianes de la Revolución reemplazaron la defensa de los intereses nacionales de Irán por la defensa de los intereses religiosos chiitas, cambio que se hizo particularmente visible en Siria y que se está haciendo notar ahora en Líbano. La semana pasada, al pronunciar un discurso en ocasión de la conmemoración chiita llamada Achura, el secretario general del Hezbollah libanés, Hassan Nasrallah, no habló de su organización como del movimiento libanés de resistencia al imperialismo sino como de una formación dependiente del ayatola Khamenei. Por supuesto, no se trata de un viraje de 180 grados sino más bien de una expresión de respaldo al Guía de la Revolución iraní en previsión de un periodo de negociaciones.
Al parecer, toda esta conmoción puede terminar en cualquier momento. Ambas partes muestran músculo pero se preparan para hablar de nuevo. Hasta ahora, Rusia mantenía buenas relaciones con Irán, aunque conocía la esperanza de Teherán de reemplazar a los rusos en el aprovisionamiento de gas a Europa. Al mismo tiempo, Rusia, a pesar de tener bajo estrecho control el espacio aéreo sirio, se abstenía de intervenir cuando Israel lanzaba ataques aéreos contra objetivos iraníes en suelo sirio. Pero Moscú podría abandonar el juego de la zanahoria y el bastón y pudiera garantizar a ambas partes la sinceridad de un acuerdo entre Estados Unidos e Irán (o más bien su preservación) con la condición de que tal acuerdo no se concluya en contra de los intereses rusos. En ese caso, Rusia protegería las bases iraníes en el Medio Oriente. Es quizás eso lo que el presidente Vladimir Putin acaba de anunciar al primer ministro israelí Benyamin Netanyahu.
Todos esos avances fortalecen el papel del secretario de Estado estadounidense, Mike Pompeo, quien aparece como el verdadero arquitecto de la política exterior de Donald Trump. Pompeo fue el primer director de la CIA de un Donald Trump recién llegado a la Casa Blanca y hoy tiene el privilegio de ser invitado diariamente al encuentro del presidente con los representantes de la agencia, lo cual implica que Pompeo dispone simultáneamente de la información de la CIA y de la información del Departamento de Estado, que ahora dirige. Pero lo más importante es que Mike Pompeo ha concebido la estrategia energética del presidente [4].
Parte de los líderes republicanos no cree que Donald Trump sea capaz de imponer absolutamente nada a los militares, y mucho menos la doctrina –que ellos consideran obsoleta– del séptimo presidente de Estados Unidos, Andrew Jackson. Así que esos líderes republicanos aconsejan a Pompeo que no se hunda con su jefe, que dimita y que se presente a la elección senatorial en el Estado de Kansas.
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