domingo, 3 de marzo de 2013

Las cantinas viven mal trago

Las cantinas viven mal trago

Considerados símbolos capitalinos, los locales del Centro Histórico han ido cerrando ante el embate de los antros

Arturo Páramo // Fuente Excelsior
03/03/2013 06:35
El Nivel ostentaba la licencia número uno emitida para una cantina y fue punto de encuentro de presidentes, escritores, artistas, burócratas, académicos, activistas, periodistas y turistas durante 156 años, hasta su cierre en 2008. Fotos: Eduardo Jiménez
El Nivel ostentaba la licencia número uno emitida para una cantina y fue punto de encuentro de presidentes, escritores, artistas, burócratas, académicos, activistas, periodistas y turistas durante 156 años, hasta su cierre en 2008. Fotos: Eduardo Jiménez

CIUDAD DE MÉXICO, 3 de marzo.- La Peninsular era, hasta la semana pasada, la cantina más antigua de México.
Cuando comenzó a servir tragos en 1872, aún llegaba a su costado oriente la acequia o canal por donde se transportaban mercancías desde las chinampas de Chalco, Milpa Alta y Xochimilco.
Su posición estratégica frente al embarcadero de Roldán la hacia un sitio concurrido, sobre todo por los comerciantes, desde finales del siglo XIX.
Con el paso del tiempo los canales desaparecieron, se consolidó el barrio comercial de La Merced, pero  La Peninsular continuó ofreciendo su servicio.
En enero de 2008 se convirtió en la cantina más vieja de la Ciudad de México al cerrar El Nivel, que bajó la cortina porque el recién nombrado rector de la UNAM, José Narro, ya no quiso renovar el contrato de renta.
Hasta hace una semana, La Peninsular iniciaba servicio desde primera hora sirviendo desayunos, y se seguía con botanas hasta la medianoche, horario de cierre de la mayoría de las cantinas de esta ciudad.
Su cierre se suma a los de El Nivel, La Puerta del Sol, la Villa de Madrid y Las Diligencias que se han dado en los últimos años.
Resistencia
De acuerdo con Chistian Ruiz, responsable de la cantina Dos Naciones, este tipo de establecimientos está en riesgo de desaparecer debido a la falta de actualización de la oferta, el embate de antros y de la pérdida de la botana, una tradición que cuenta la historia, nació en los años treinta del siglo pasado.
En la “Herradura de los tugurios”, que era un círculo de cervecerías, pulquerías y bares en torno al casco urbano, los hombres pasaban ahí la tarde y noche hasta quedar embrutecidos.
Para resolver el problema las autoridades ordenaron que se sirviera comida, “una botana”, pero la solución propició que los parroquianos aumentaran su consumo pues entre sopas, carnes en salsas picantes, tostadas o quesadillas, pedir una cerveza, un jarro de pulque o un trago extra, era ideal para alargar las charlas, quitar lo enchilado y diluir las borracheras.
Con el paso del tiempo y la influencia española se sumó al servicio el juego de dominó, se agregaron comodidades como los gabinetes, los barman ganaron respeto por su porte y la paciencia para escuchar historias, y se consolidó el concepto de la cantina típicamente capitalina.
El despliegue de la burocracia federal y capitalina, la vida del barrio universitario y el casi medio millón de habitantes que tenía el Centro Histórico hacia mediados del siglo pasado, significaron el apogeo de las cantinas.
“Muchos me han dicho que nos transformemos, que si nos convertimos en un antro nos volveremos millonarios. No nos interesa. Hay que seguir resistiendo. Las cantinas son lugares hermosos donde se come rico, donde hay humanidad”, destaca Ruiz, cuyo establecimiento es de los pocos que está siempre lleno.
Patrimonio cultural
El despoblamiento del Centro Histórico, agravado tras los sismos de 1985, significó también el declive de ese símbolo capitalino que, a mediados de los años noventa del siglo pasado, el urbanista Jorge Legorreta intentó rescatar organizando recorridos por las cantinas de la zona que eran vistas como verdaderos museos.
Francisco Ibarlucea, historiador, guía en los recorridos por cantinas organizados por la Secretaría de Cultura del DF a bordo de la réplica de un tranvía, destaca que éstas son un tesoro cultural que no debe perderse.
“Es la terapia, el diván etílico de cualquier chilango que se precie de serlo, es el lugar de convivencia, de fraternidad, de cofradía al que se va a departir bien, a hacer negocios, a estudiar litigios, a escribir”.
Ibarlucea, quien condujo a miles de personas durante una década a conocer desde El Tío Pepe a La Ópera, de El Nivel a La Fanea, identifica dos momentos que significaron el repunte cantinero: en 2000 con la remodelación de calles del primer cuadro, y en 2010 con la creación de las calles peatonales, pues llevaron nuevos visitantes al centro.
“Cuando empezamos los recorridos por las cantinas, los hombres iban por algo pintoresco o el morbo; las mujeres para saber dónde habían pasado tanto tiempo sus esposos”, cuenta.
Y es que hasta 1983 eran sitios exclusivos de convivencia masculina donde no estaba permitido el ingreso de mujeres, soldados y policías. Al abrirse a las mujeres, con el resquemor que causó en su tiempo, ahuyentando a clientes habituales, se transformaron en lugares de convivencia, democráticos, equivalente a los pubs ingleses o a los bares de tapas españoles, algo que las cantinas de franquicia (Desván, Remedios, Papa Bills), o los establecimiento de “cerveza a 15 pesos”, no lograrán emular.
“No tienen la identidad, son impersonales, con una muy diluida realidad de lo que es una cantina: un lugar democrático, donde conviven el comerciante, el arquitecto, el albañil o el vecino”, recalcó Ibarlucea.
Para Armando Ruiz, otro defensor de las cantinas y quien también dirige grupos en sus incursiones en el centro, otro de los motivos que provoca el cierre de esos locales es “la voracidad de los dueños de edificios que presionan a locatarios viejos para poner negocios más rentables”.
“Los chavos están recuperando las pulquerías y las mezcalerías. Hace algunos años hubo poca gente en las noches y se solucionó con las cubetas de chela.
“Cuando se pierde una cantina se pierde un cúmulo de historias, un sitio de esparcimiento. Es una faceta de ese México bullanguero, a donde vas a desahogar la tensión del día, a platicar con el cantinero o con una chava”, explicó Ruiz.
Tanto Ibalducea como Ruiz coinciden en que cerrar una cantina es más que bajar la cortina de un local. Significa pérdida de empleos para cocineros, meseros y administradores, pero también se cierran lugares para el bolero, el vendedor de lotería, el “señor de los toques” y los vendedores de baratijas.
“Se pierde un tesoro cultural”, señaló Ruiz.
Efectos
1.- El ambulantaje podría crecer en las áreas donde se ubicaban las cantinas, como se ha visto en donde estaban las más antiguas de la ciudad.
2.- Muchos edificios podrían ser transformados por los nuevos locatarios para atraer mayor clientela, a pesar de contar con declaratoria de Patrimonio.
3.- El atractivo turístico, sobre todo para extranjeros, que significan los lugares de esparcimiento local, podría diluirse con el cierre de estos lugares.
4.- A pesar de su polémica fama, las cantinas son patrimonio cultural intangible que se perdería si continúan desapareciendo.

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