No ha sido el Brexit lo único que ha sacado a la luz las grietas
existentes en el casco del buque europeo. La época casi (o sin casi)
convulsa que atraviesa la Unión Europea, ha hecho que las crisis hagan
fila ante las puertas de las instituciones europeas. Debido a la
heterogeneidad del bloque, que es bloque dependiendo de para qué, hemos
asistido a
desavenencias manifiestas entre sus miembros en una retahíla de temas.
Aparte del la lancha botada para que Reino Unido se aleje por el
Canal de la Mancha, una de las principales grietas del buque ha
aparecido por estribor, y los eurócratas de Bruselas están tratando de
que no se convierta en una vía de agua como la del Brexit que va a
costar lo suyo acabar de reparar. Para ello
proponen la ya famosa Europa de dos velocidades, pero algunos de los miembros más meridionales no son en absoluto partidarios de ponerle caja de cambios propia a cada vehículo de los miembros de la Unión.
La Europa de varias velocidades: una idea con una larga historia
La verdad es que hoy en día, cuando oímos hablar de esta Europa de
dos velocidades, parece que es una idea surgida a raíz de la última
crisis, pero la realidad es que su origen se remonta atrás varias
décadas, hasta principios de los años 90. La primera vez que este
concepto se popularizó fue a raíz de la creación del Euro. En aquel
momento existía un cisma entre las cifras macroeconómicas de los
miembros mas pujantes de la Unión, y los más rezagados, motivo por el
que
se concibió como plan de contingencia una Europa en la que cada cual pudiese avanzar en la integración a su propio ritmo, o más bien, al ritmo que su macroeconomía le permitía.
La idea central de esta Europa de dos velocidades original
básicamente sigue siendo la misma que la de hoy en día, cuando vuelve a
surgir el término por las diferentes intensidades de integración que
plantean los miembros del club europeo. Esta idea la ejemplificó de
forma muy gráfica allá por 2004 el entonces presidente de la Comisión
Europea,
Romano Prodi, con aquella famosa frase que decía: "El
tren de la Unión no puede siempre moverse a la velocidad del vagón más
lento. De hecho, tengo la impresión de que algunos de los vagones no
quieren moverse o incluso quieren ir hacia atrás".
Cada vez que hay desavenencias entre los miembros del bloque
europeo sobre velocidad de integración y la fuerza con que se deben atar
los nuevos cabos de la Unión, vuelve a surgir de forma recurrente esta
misma idea. Hoy analizaremos para ustedes el porqué surge de
nuevo ahora, cuáles son las ventajas y desventajas que tendría adoptar
ahora esta solución, y por qué algunos miembros no quieren ni oir hablar
de ella.
Las claves de la situación actual y por qué se plantea ahora de nuevo la idea
La referencia más reciente que se ha hecho a la Europa de dos
velocidades, viene de la última crisis económica iniciada en 2008. Desde
entonces se han abierto
dos brechas de dimensión europea que dan dos vertientes potenciales a esta Europa diferenciada.
Una primera entre el norte y el sur,
que alcanzó su dilatación máxima durante la crisis de deuda periférica y
la crisis griega, y que tiene su origen en las diferencias en la
disciplina presupuestaria, y en la condición de emisor o inversor
intraeuropeo en deuda soberana de otros socios. Y
una segunda que divide Europa entre el este y el Oeste,
y cuyo máximo exponente ha surgido por las tensiones surgidas a raíz de
la reciente crisis de los refugiados, y por las reticencias manifiestas
que las poblaciones más meridionales tienen ante una mayor integración
europea.
La época de máxima tensión en la brecha norte-sur, sin pretender en
absoluto afirmar que sea agua pasada, es cierto que pertenece ya a un
conflictivo pasado que las inyecciones de liquidez del BCE han
contribuído a embalsamar, que no a enterrar. Como confirmación de ello,
según pueden leer
en esta noticia del diario online El Español,
incluso hoy en día, al hablar de la Europa de dos velocidades, se
incluye a España entre las cuatro grandes potencias que lideran el
pelotón de cabeza de la integración europea. Es por ello por lo que
en
clave de actualidad, al tratar el tema de la Europa multi-marcha,
debemos atenernos principalmente a esa brecha de la que hablábamos antes
que separa el este del Oeste del Viejo Continente.
Como pueden leer en el artículo anterior, el criterio que subyace bajo la propuesta del núcleo veloz de la UE es la siguiente:
"¿En
esta UE a 27, tenemos que estar siempre juntos o, teniendo en cuenta la
diversidad de aspiraciones y concepciones de Europa y las dificultades
para llegar a acuerdos, hay que dejar más espacio para cooperaciones
diferenciadas?". Lo cierto es que plantearse esta cuestión es
más que lógico, y profundamente coherente; más si cabe cuando uno de los
principales puntos de fricción entre los socios a uno y otro lado de la
brecha meridiana es precisamente las reticencias a avanzar en la
integración, que sin embargo los dirigentes actuales del bloque Oeste
están decididos a abordar.
Como habrán leído antes, como muestra de estas desavenencias en la vertiente más meridional de esta brecha,
el
mismo Tusk, presidente del Consejo Europeo de origen polaco, ha sido el
primero en alzar la voz contra la idea, aduciendo que se debe preservar
la unidad y la condición de bloque único y cohesionado, por lo
que considera que las dos velocidades son algo preocupante. Tusk
evidencia así las tensiones políticas existentes en el este de Europa,
con una ciudadanía que es partidaria incluso de recuperar parte del
poder cedido a la UE, frente a una clase política que es consciente de
que quedarse rezagados en el tablero de la construcción europea puede
ser muy perjudicial, además de que estratégicamente supondría un error
de bulto.
Un bloque del Este que trata de minimizar su riesgo político-económico
Es por ello por lo que, abanderados por el polaco Tusk y otros, esta disyuntiva
los políticos más meridionales tratan de resolverla estrictamente bajo el prisma de la opción que menos riesgo les entraña a ellos particularmente:
pretenden frenar en su conjunto el avance de la integración europea para todos los miembros del selecto club.
De esta manera minimizan su riesgo geo-económico, porque no va a acabar
implementándose nada que ellos se vayan a perder, al tiempo que sus
ciudadanos no se ven soliviantados ante una mayor cesión de poder
nacional a Bruselas, de la cual no son en absoluto partidarios en
términos generales.
Pero lo que no están teniendo en cuenta nuestros socios del Este es
que, si bien esta opción a ellos les supondría el mínimo riesgo político
y socioeconómico posible,
tras esta pretendida cohesión derivada de hacer menos, habría un importante coste de oportunidad que el Oeste sí que está viendo.
Efectivamente, la construcción europea es un proceso que lógicamente
está siendo largo y lleno de dificultades, era de esperar teniendo en
cuenta que Europa es un auténtico crisol de diferentes naciones
soberanas:
la causa de nuestra mayor riqueza es a la vez el origen de los mayores retos a escalar en esta integración.
Pero ese coste de oportunidad que los dirigentes del Oeste tienen en
mente es el que les hace querer avanzar en el construcción europea, lo
cual no quita que ese avance deba implicar tambíén un proceso de mejora
contínua, en el cual lógicamente habrá que replantarse en más de un
momento el concepto de Europa al que se aspira. Por ahora ya sabemos que
una de las cosas que ese concepto implica es corresponder al deseo
inglés de hacer del paso de Calais una frontera exterior.
El devenir de los consejos europeos nos permitirá a los 27 restantes seguir dando forma al futuro de ese concepto.
El bloque del Oeste tiene clara su apuesta europeísta y trata de minimizar el coste de oportunidad
Los dirigentes actuales del Oeste piensan que no hemos llegado hasta
aquí para ahora pararnos, ello implicaría un descomunal coste de
oportunidad por décadas de recursos económicos dedicados a un proyecto
europeo que podría acabar simplemente en agua de borrajas, y cuyo
presupuesto se podría haber dedicado a otros menesteres.
Su concepto de Europa es más ambicioso que una mera integración somera,
con la cual algunos ciudadanos se dan ya por satisfechos al sentirse
orgullosos y más europeamente modernos con tan sólo poder compartir una
moneda, poder viajar sin pasaporte, y poder colgar la bandera azul con
estrellas amarillas en el mástil de sus ayuntamientos y ministerios. Lo
cierto es que hay que decir que
estos símbolos de integración resultan ser precisamente los símbolos más visibles y vendibles en la calle.
El Este no ve que con eso está quedándose en la superficie. De esta
manera, en el largo plazo, la heterogeneidad inherente a Europa
supondría un obstáculo permanente en cualquier cuestión que surja, más
que
la fuente de riqueza de un continente multinacional, lo cual
no debe necesariamente hacerle renunciar tampoco a la cohesión a la que
todos parecen aspirar en Bruselas.
La opinión personal de un servidor es que, para quedarnos en un
edificio sólo con cimientos, pero totalmente inacabado, lo que hay que
plantearse seriamente es si, o bien queremos finalizar la obra con
buenos acabados, o bien queremos hacer borrón y cuenta nueva, y volver a
levantar un barrio de viviendas unifamiliares.
Lo que no parece
tener mucho sentido es pretender guarecernos con unas vigas sin techo
entre las que nos vamos a mojar cada vez que caiga una tormenta.
La cuestión de la integración europea es algo en lo que un servidor
piensa que las medias tintas son el peor compañero de viaje, y
resultarían en un sí pero no que levantaría una polvareda de murmullos
entre las bancadas de las personalidades invitadas a la ceremonia de
este enlace. Imagínense que asisten ustedes a una celebración en la que
la novia o el novio responden a la pregunta clave en vez de con un "Sí
quiero" rotundo, con un "Sí, pero no".
La incertidumbre que causaría entre los agentes económicos mundiales
no sería nada desdeñable, y ya saben lo malos amigos que son la
incertidumbre y la economía. Hay que admitir que,
cuando un
servidor personalmente se plantea una unión seria, o bien dice un "Sí,
quiero" ante los invitados, o bien deja claro un "Mejor cada uno en su
casa" antes de organizar el convite. Ambas fórmulas pueden
llegar a dar relativa felicidad a los contrayentes planteadas en su
justo momento, pero lo que no acaba funcionando seguro son las medias
tintas ni las idas y venidas de maletas contínuas entre domicilios
conyugales.
Por otro lado, ya analizamos con ustedes en mi artículo anterior con
título "Orwell tenía razón: predicciones económicas acertadas de su
libro 1984", que pueden leer
en este enlace,
los
riesgos de una Europa que obedeciera la orden de "dipérsense", y que ya
no podría aspirar a ser una superpotencia mundial de primer orden. Respecto a este tema, me limito a reproducirles aquí el párrafo que ya les escribí en el enlace anterior:
"Con la liquidación de Europa como Unión, quedarían como
superpotencias Estados Unidos como primera economía mundial. China como
la segunda. Y en tercer lugar, no deberíamos descartar a una Rusia que,
si bien por en términos de PIB según el patrón de medida capitalista es
comparable a un país como España, no se puede olvidar ni su capacidad
militar y nuclear, ni su vasta y estratégica extensión, ni su población,
ni sus recursos naturales e industriales, ni un largo etcétera.
Efectivamente Rusia emerge como tercera superpotencia tras un paréntesis
de unas décadas durante los cuales simplemente se ha ido haciendo a las
reglas del nuevo juego capitalista. Y
ante el vacío de
liderazgo que citábamos antes en una Europa disgregada, por definición,
cualquier otra supepotencia con capacidad e intereses tratará de
extender su área de influencia, más aún dada la proximidad
geográfica y el pasado reciente del gigante ruso. Rusia no parece que
vaya a ser una excepción a los intereses geoestratégicos que cualquier
superpotencia tiene".
Las similitudes entre el Brexit y algunas actitudes del bloque del Este
Pero lo más preocupante de la brecha entre Este y Oeste europeo no
son las discrepancias en sí mismas. Lo realmente preocupante de este
asunto es las actitudes de fondo que pueden subyacer tras esas
discrepancias.
Las similitudes entre las actuales actitudes del
Este de Europa, y la actitud predominante tradicional en Reino Unido
llaman la atención poderosamente. Si bien es cierto que en las
islas británicas hay honrosas excepciones, y grupos importantes de
población que son europeístas convencidos, que casualmente son clara
mayoría en las áreas más cosmopolitas del país, también es cierto que la
relación Reino Unido-UE ha sido siempre una historia de esas de "Sí,
pero no".
La mayoría del pueblo británico nunca ha acabado de sentirse tan
europeo como en el resto del Viejo Continente. Realmente muchos
británicos nunca han acabado de abrazar el europeísmo más convencido; de
hecho, ni han llegado a entrar en el Euro, ni adoptaron el espacio
Schengen manteniendo opciones de exclusión, ni un largo etcétera de
cuestiones europeas en las que los británicos muchas veces participaban
para exhibir paradójicamente cierto euroescepticismo.
La
historia de UK en Europa ha venido acompañada de una actitud mayoritaria
entre los británicos de "realmente no me siento muy europeo, pero si
esto sale bien tenemos que estar dentro".
Finalmente, la polarización de la sociedad británica respecto a la
cuestión europea, el cisma europeísta entre la Britannia rural y la
cosmopolita, los estragos de la crisis y la deslocalización... multitud
de factores han llevado a que, en las islas británicas, su
euroescepticismo tradicionalmente mayoritario haya sido aprovechado por
algunas corrientes políticas, para ser transformado en jugosos réditos
políticos, y en la creencia de que Europa es la fuente de todos sus
problemas.
De nuevo topamos con el nacionalismo económico y con
esa idea del "Enemigo Único" de los primeros manuales de la propaganda,
cuya eliminación se promete como el bálsamo del tigre para todos los
males. Ideas simples, pero electoralmente efectivas y populares.
Ni qué decir tiene que la efectividad de ese nacionalismo económico
que vemos al alza en nuestros días, en el largo plazo, ya es como poco
cuestionable incluso en el caso de una primera economía del planeta como
es el Estados Unidos de Trump. Analizamos ya este tema en los artículos
"
El plan de Trump puede no funcionar: repatriar producción tal vez no cree tantos puestos de trabajo" y "
Aunque no lo parezca, aún nos queda la tercera y más disruptiva fase de la Globalización".
Pero este tipo de decisiones económicas en la coyuntura global actual
tiene bastante menos lógica en el caso de una nación como Reino Unido,
que, a pesar de su historia y su renombre, en el conjunto del planeta,
al fin y al cabo son los que son, y tienen unas cifras macroeconómicas
que distan mucho de poder permitir considerarles una superpotencia.
Y
lo mismo se puede decir de cualquiera del resto de los países europeos
de forma individual o, al hilo del tema central de este análisis, más en
concreto también de los países de Europa del Este.
Un servidor no desea nada malo a los británicos en su nueva andadura
en solitario: realmente eso no les interesa ni lo más mínimo ni por
supuesto a ellos, ni tampoco a ningún otro europeo. Pero siento decirles
desde estas líneas que
lo más probable es que, con el paso de
los años, van a ver cómo sus problemas de fondo siguen ahí, y sin
embargo estarán más aislados, desprotegidos, y sin gran capacidad de
influencia en un mundo diseñado para superpotencias globales.
Es lo que tiene dejar de formar parte de una superpotencia europea para
convertirse en un país de tamaño más que relativo en el conjunto del
planeta. Sin duda, en este caso la unión hace la fuerza, y probablemente
ha sido un error enorme decidir que ya no quieren seguir siendo
europeos de pleno derecho, en vez de contribuir de forma constructiva a
mejorar un concepto de integración europea que sin duda, como todo en
este mundo siempre cambiante, hay que mejorar, adaptar, y evolucionar
permanentemente. El mismo destino temen que les aguarde ahora en el
Este, y creen ver la solución en parar la locomotora de la integración
europea.
Y en esta actitud de "Sí, pero no", de que no queremos ser "tan"
europeos, pero "si sale bien este proyecto no podemos quedarnos fuera",
de que "de Europa, esto sí que me interesa, pero esto no"... es en lo
que hay peligrosas similitudes entre el Brexit y la actitud del Este de
Europa.
Realmente, la solución de la Europa de dos velocidades
es una solución que no obliga a nadie a adoptar medidas europeas que no
quiera, pero que permite hacerlo sin cortapisas ajenos a los que quieren
profundizar más en la integración europea. Entiendo la
tesitura de los políticos del Este, arrinconados entre las reservas ante
el europeísmo predominantes en sus calles, y su convencimiento de que
fuera de Europa cuentan mucho menos que dentro de ella. Pero ellos deben
entender también la visión de los dirigentes del Oeste de que, a veces,
hay países que "ni comen, ni dejan comer".
Y ya tenemos la experiencia del Brexit para poder entrever a qué
llevan estas medias actitudes en el largo plazo. Es una buena solución
el diseñar una autopista de varios carriles para que cada uno circule
por el que soberanamente quiera. Si verdaderamente no quieren quedarse
atrás, sólo tienen que pisar un poco el acelerador, indicar con el
intermitente, y cambiar de carril.
Es tiempo de decisiones
serias y vinculantes. Las aguas tibias y el no acabar de decidir
claramente sólo posterga el problema, y hace que crezca la bola de nieve.
Cada país puede y debe decidir con determinación si quiere formar parte
de una Europa unida y en qué grado, pero las medias tintas es mejor
dejarlas para la huida del calamar.
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