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Se vende sanidad pública | Alasbarricadas.org
Prólogo de Carlos Taibo
Miguel Esteves Cardoso afirma que, cuando le preguntan a un portugués de qué suele hablar en casa, o con los amigos, lo común es que responda que habla de sexo, de fútbol y de política. El propio Esteves Cardoso apostilla que no es verdad: los portugueses de lo que gustan de hablar es de comida y… de enfermedades. No parece, por lo demás, que el escenario sea diferente del otro lado de la frontera. Rescato esta boutade para subrayar que, las cosas como fueren, las enfermedades, la medicina y los hospitales están en el centro de muchas de nuestras conversaciones y preocupaciones. Tanto que configuran una especie de microcosmos en el que se revelan muchos de los elementos caracterizadores de la sociedad en la que vivimos.
Por ese mundo, y más aún por su trastienda, se interesan los artículos incluidos en este libro, que permite levantar un muy sugerente, y crítico, balance de lo que ocurre con los sistemas sanitarios entre nosotros y en algunos de los países de nuestro entorno. Por él, y como el lector pronto podrá apreciarlo, pasan materias tan cruciales como las vinculadas con las privatizaciones, la mercantilización, la sobremedicación o las tecnologías médicas, pero pasan también discusiones que apenas abordamos, como es el caso de las relativas a lo que sucede en el medio urbano y en el medio rural, a la urgente necesidad de una ambiciosa descentralización, a la lucha contra la desigualdad en la sanidad, al relieve de la medicina escolar, a las demandas vinculadas con los centros para personas discapacitadas, al peso ingente de la corrupción, de la ineficiencia en el uso de recursos y de la masificación, o, en fin, a la dramática falta de transparencia que marca tantas realidades.
Va a permitir el lector que procure aislar cuatro materias importantes que son objeto de atención constante en estos textos. La primera la configura, cómo no, la tensión entre lo público y lo privado, al amparo de un sinfín de fórmulas, cada vez más alambicadas, de privatización y de una general mercantilización. La discusión correspondiente adquiere tintes singulares –no lo olvidemos- en un escenario marcado por la crisis. Al calor de esta última hemos tenido la oportunidad de palpar los efectos de una combinación entre privatización y reducciones presupuestarias en un momento de demanda mayor de servicios. La lista de problemas resultantes es muy larga. Rescatemos entre ellos la precarización de los profesionales, los coqueteos con lo que se ha dado en llamar copago, la exclusión de muchas personas, la multiplicación de los problemas vinculados con las listas de espera, la saturación de los servicios de urgencias y la derivación de pacientes a hospitales privados, en un marco de deterioro general de los servicios de salud. Las consecuencias, dramáticas, son bien perceptibles en materia de incrementos en la mortalidad y en la presencia de determinadas enfermedades, de desnutrición, de suicidios o de abandono de los ancianos.
Con semejantes antecedentes en la mano sobran las razones para enfrentarse, antes que nada en virtud de un argumento de equidad, a las privatizaciones. Claro es que por momentos se hace evidente que no basta con ello: hay que reclamar, también, la autogestión y la descentralización de la sanidad pública, y ello sin descartar en modo alguno las posibilidades que ofrecen esos centros libres que, asentados en el apoyo mutuo y la solidaridad, han ido apareciendo en países como Grecia. En la propuesta que me ocupa tiene que hacerse valer, también, un orgulloso rechazo de esas políticas oficiales que dicen responder a operaciones de racional y tecnocrática reestructuración. Al tiempo que hay que tomar nota, en suma, de las muy hábiles estrategias desplegadas por nuestros gobernantes, entre las que se cuenta, por cierto, un sinfín de estratagemas que impiden, o al menos dificultan, una eventual recuperación, por la sanidad pública, de unos u otros servicios.
Creo, en segundo lugar, que en este libro es fácil adivinar una crítica, ineludible, de lo que suponen, en el terreno de la sanidad como en tantos otros, los idolatrados Estados del bienestar. Me limitaré en este caso a enunciar la batería de argumentos que al respecto suelo utilizar. Los Estados del bienestar, por lo pronto, son fórmulas de organización económica y social propias, y exclusivas, del capitalismo, por completo desconocidas lejos de éste. Dificultan hasta extremos inimaginables el despliegue de prácticas de autogestión desde abajo. Beben de la filosofía mortecina de la socialdemocracia y del sindicalismo de pacto. No han liberado, como anunciaban, a tantas mujeres que son hoy víctimas de una doble o de una triple explotación. No tienen ninguna condición ecológica solvente, tanto más cuanto que la figura “Estado del bienestar” vio la luz en un momento, la era del petróleo barato, que visiblemente ha quedado atrás. No muestran, en fin, ninguna vocación solidaria con tantos de los habitantes de los países del Sur, víctimas de atávicas explotaciones, marginaciones y exclusiones. Los anteriores son motivos suficientes –parece- para recelar de cualquier planteamiento que no vaya más lejos de una demanda de reconstrucción de los maltrechos Estados del bienestar –la expresión se antoja, en los hechos, más bien contradictoria- que arrastramos. Y se antojan razones solventes para recuperar una perspectiva, la de la autogestión, que permita, por añadidura, y en un escenario de colapso sistémico más que probable, tomarse en serio el medio y el largo plazo.
Pero en esta obra, en tercer lugar, se habla también, y con palabras claras, de las miserias que rodean –en lo que respecta, por ejemplo, a las privatizaciones- a la izquierda que vive en las instituciones. Si en muchos casos esa izquierda ha sido responsable directa de las privatizaciones mencionadas, en otros ha aportado respuestas insuficientes, a la defensiva y sin proyectos reales de cambio, ante lo que acarreaban. Sus vínculos con los intereses privados y con la lógica mercantilizadora han sido en muchos momentos evidentes. A duras penas sorprenderá que en semejante escenario no hayan faltado movimientos de presunta contestación que han aportado respuestas con objetivos desesperantemente limitados. Cierto es que en esta obra se habla con frecuencia, también, de respuestas más radicales, menos cortoplacistas y más conscientes de la trama general. Ese modelo lo ilustran –ya me he referido a ello- las redes de solidaridad y trabajo voluntario que han aparecido en algunos lugares, con el ejemplo más granado en los consultorios médicos y en las farmacias solidarias que han ido emergiendo en Grecia al amparo de colectivos autoorganizados y autogestionados, siempre, y llamativamente, al margen del Estado y de sus redes.
No quiero olvidar, en modo alguno, una cuarta dimensión que acompaña, con fortuna, a estos trabajos. Me refiero a la percepción de que estamos obligados a cuestionar muchos de los criterios de valoración vinculados con el sistema sanitario. Debemos alimentar, por ejemplo, la certeza de que un mayor gasto no necesariamente se traduce, en un escenario de despilfarro, de sobremedicación y de empleo abusivo de las tecnologías, en mejoras en la salud general. En línea con los escritos de Ivan Illich, tenemos que subrayar, en paralelo, el relieve de la prevención, de la búsqueda de las causas generales y sociales de las enfermedades, de la necesidad de contestar la abusiva individualización del tratamiento de éstas o de la exigencia de reivindicar la salud social y, en su caso, la no intervención, todo ello frente a la primacía rotunda de la medicalización, del sobrediagnóstico y de las prácticas iatrogénicas, con los intereses de la industria farmacéutica en la trastienda. A buen seguro que una de las discusiones vitales al respecto es la relativa a las tecnologías médicas y sus prestaciones, como lo es la que nace de la conveniencia de albergar dudas en lo que atañe a la cientificidad de muchas prácticas desplegadas por una medicina de cuya neutralidad ética conviene dudar.
Creo yo, y acabo, que merced a informaciones precisas y argumentos sugerentes, este libro no quiere cobrar cuerpo, con todo, como un mero ejercicio encaminado a ampliar nuestros conocimientos: desea ser, por encima de todo, y antes bien, una llamada a la movilización. Que lo sea efectivamente queda en manos del lector.
Miguel Esteves Cardoso afirma que, cuando le preguntan a un portugués de qué suele hablar en casa, o con los amigos, lo común es que responda que habla de sexo, de fútbol y de política. El propio Esteves Cardoso apostilla que no es verdad: los portugueses de lo que gustan de hablar es de comida y… de enfermedades. No parece, por lo demás, que el escenario sea diferente del otro lado de la frontera. Rescato esta boutade para subrayar que, las cosas como fueren, las enfermedades, la medicina y los hospitales están en el centro de muchas de nuestras conversaciones y preocupaciones. Tanto que configuran una especie de microcosmos en el que se revelan muchos de los elementos caracterizadores de la sociedad en la que vivimos.
Por ese mundo, y más aún por su trastienda, se interesan los artículos incluidos en este libro, que permite levantar un muy sugerente, y crítico, balance de lo que ocurre con los sistemas sanitarios entre nosotros y en algunos de los países de nuestro entorno. Por él, y como el lector pronto podrá apreciarlo, pasan materias tan cruciales como las vinculadas con las privatizaciones, la mercantilización, la sobremedicación o las tecnologías médicas, pero pasan también discusiones que apenas abordamos, como es el caso de las relativas a lo que sucede en el medio urbano y en el medio rural, a la urgente necesidad de una ambiciosa descentralización, a la lucha contra la desigualdad en la sanidad, al relieve de la medicina escolar, a las demandas vinculadas con los centros para personas discapacitadas, al peso ingente de la corrupción, de la ineficiencia en el uso de recursos y de la masificación, o, en fin, a la dramática falta de transparencia que marca tantas realidades.
Va a permitir el lector que procure aislar cuatro materias importantes que son objeto de atención constante en estos textos. La primera la configura, cómo no, la tensión entre lo público y lo privado, al amparo de un sinfín de fórmulas, cada vez más alambicadas, de privatización y de una general mercantilización. La discusión correspondiente adquiere tintes singulares –no lo olvidemos- en un escenario marcado por la crisis. Al calor de esta última hemos tenido la oportunidad de palpar los efectos de una combinación entre privatización y reducciones presupuestarias en un momento de demanda mayor de servicios. La lista de problemas resultantes es muy larga. Rescatemos entre ellos la precarización de los profesionales, los coqueteos con lo que se ha dado en llamar copago, la exclusión de muchas personas, la multiplicación de los problemas vinculados con las listas de espera, la saturación de los servicios de urgencias y la derivación de pacientes a hospitales privados, en un marco de deterioro general de los servicios de salud. Las consecuencias, dramáticas, son bien perceptibles en materia de incrementos en la mortalidad y en la presencia de determinadas enfermedades, de desnutrición, de suicidios o de abandono de los ancianos.
Con semejantes antecedentes en la mano sobran las razones para enfrentarse, antes que nada en virtud de un argumento de equidad, a las privatizaciones. Claro es que por momentos se hace evidente que no basta con ello: hay que reclamar, también, la autogestión y la descentralización de la sanidad pública, y ello sin descartar en modo alguno las posibilidades que ofrecen esos centros libres que, asentados en el apoyo mutuo y la solidaridad, han ido apareciendo en países como Grecia. En la propuesta que me ocupa tiene que hacerse valer, también, un orgulloso rechazo de esas políticas oficiales que dicen responder a operaciones de racional y tecnocrática reestructuración. Al tiempo que hay que tomar nota, en suma, de las muy hábiles estrategias desplegadas por nuestros gobernantes, entre las que se cuenta, por cierto, un sinfín de estratagemas que impiden, o al menos dificultan, una eventual recuperación, por la sanidad pública, de unos u otros servicios.
Creo, en segundo lugar, que en este libro es fácil adivinar una crítica, ineludible, de lo que suponen, en el terreno de la sanidad como en tantos otros, los idolatrados Estados del bienestar. Me limitaré en este caso a enunciar la batería de argumentos que al respecto suelo utilizar. Los Estados del bienestar, por lo pronto, son fórmulas de organización económica y social propias, y exclusivas, del capitalismo, por completo desconocidas lejos de éste. Dificultan hasta extremos inimaginables el despliegue de prácticas de autogestión desde abajo. Beben de la filosofía mortecina de la socialdemocracia y del sindicalismo de pacto. No han liberado, como anunciaban, a tantas mujeres que son hoy víctimas de una doble o de una triple explotación. No tienen ninguna condición ecológica solvente, tanto más cuanto que la figura “Estado del bienestar” vio la luz en un momento, la era del petróleo barato, que visiblemente ha quedado atrás. No muestran, en fin, ninguna vocación solidaria con tantos de los habitantes de los países del Sur, víctimas de atávicas explotaciones, marginaciones y exclusiones. Los anteriores son motivos suficientes –parece- para recelar de cualquier planteamiento que no vaya más lejos de una demanda de reconstrucción de los maltrechos Estados del bienestar –la expresión se antoja, en los hechos, más bien contradictoria- que arrastramos. Y se antojan razones solventes para recuperar una perspectiva, la de la autogestión, que permita, por añadidura, y en un escenario de colapso sistémico más que probable, tomarse en serio el medio y el largo plazo.
Pero en esta obra, en tercer lugar, se habla también, y con palabras claras, de las miserias que rodean –en lo que respecta, por ejemplo, a las privatizaciones- a la izquierda que vive en las instituciones. Si en muchos casos esa izquierda ha sido responsable directa de las privatizaciones mencionadas, en otros ha aportado respuestas insuficientes, a la defensiva y sin proyectos reales de cambio, ante lo que acarreaban. Sus vínculos con los intereses privados y con la lógica mercantilizadora han sido en muchos momentos evidentes. A duras penas sorprenderá que en semejante escenario no hayan faltado movimientos de presunta contestación que han aportado respuestas con objetivos desesperantemente limitados. Cierto es que en esta obra se habla con frecuencia, también, de respuestas más radicales, menos cortoplacistas y más conscientes de la trama general. Ese modelo lo ilustran –ya me he referido a ello- las redes de solidaridad y trabajo voluntario que han aparecido en algunos lugares, con el ejemplo más granado en los consultorios médicos y en las farmacias solidarias que han ido emergiendo en Grecia al amparo de colectivos autoorganizados y autogestionados, siempre, y llamativamente, al margen del Estado y de sus redes.
No quiero olvidar, en modo alguno, una cuarta dimensión que acompaña, con fortuna, a estos trabajos. Me refiero a la percepción de que estamos obligados a cuestionar muchos de los criterios de valoración vinculados con el sistema sanitario. Debemos alimentar, por ejemplo, la certeza de que un mayor gasto no necesariamente se traduce, en un escenario de despilfarro, de sobremedicación y de empleo abusivo de las tecnologías, en mejoras en la salud general. En línea con los escritos de Ivan Illich, tenemos que subrayar, en paralelo, el relieve de la prevención, de la búsqueda de las causas generales y sociales de las enfermedades, de la necesidad de contestar la abusiva individualización del tratamiento de éstas o de la exigencia de reivindicar la salud social y, en su caso, la no intervención, todo ello frente a la primacía rotunda de la medicalización, del sobrediagnóstico y de las prácticas iatrogénicas, con los intereses de la industria farmacéutica en la trastienda. A buen seguro que una de las discusiones vitales al respecto es la relativa a las tecnologías médicas y sus prestaciones, como lo es la que nace de la conveniencia de albergar dudas en lo que atañe a la cientificidad de muchas prácticas desplegadas por una medicina de cuya neutralidad ética conviene dudar.
Creo yo, y acabo, que merced a informaciones precisas y argumentos sugerentes, este libro no quiere cobrar cuerpo, con todo, como un mero ejercicio encaminado a ampliar nuestros conocimientos: desea ser, por encima de todo, y antes bien, una llamada a la movilización. Que lo sea efectivamente queda en manos del lector.
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