Vistas de una fosa común cubierta por arena y nichos, en La Puebla de Cazalla (Sevilla). LAURA LEÓN
Cuando
el martes 19 de enero de 2016 llegué al cementerio de Guadalajara me
costó muchos minutos asimilar lo que allí me encontré: periodistas,
fotógrafos, camarógrafos de decenas de medios de comunicación estaban
situados en la primera fila ante la tumba número 2, donde se suponía que
se encontraban los restos de Timoteo Mendieta, ejecutado en noviembre de 1939. Llevaba
más de siete años asistiendo a exhumaciones de víctimas de las
ejecuciones extrajudiciales ocurridas a lo largo del Estado español
durante la guerra civil y en los primeros años del franquismo y nunca
antes había visto tantos periodistas al borde de una fosa. De hecho,
casi nunca había periodistas como tampoco había políticos locales,
diputados nacionales o autonómicos, sindicalistas, jueces o fiscales,
historiadores o profesores con sus alumnos asistiendo a una clase en
directo de la triste historia de nuestro país.
Me alegré mucho por Ascensión Mendieta y sus hijos.
Pensé que en aquella mañana helada el calor de los focos iba a hacer
más llevadera las muchas horas que tendrían que transcurrir entre la
primera palada y el encuentro con los primeros huesos de los fusilados.
Sentí que esa pequeña gran mujer, que personifica la dignidad con mayúsculas,
podría repetir a diestro y a siniestro las razones por las que llevaba
décadas intentando exhumar a su padre para darle una sepultura decente,
la misma que todos queremos para nuestros seres queridos. Podría
explicar con palabras sencillas y cálidas que su único sueño era ser
enterrada junto al padre que le arrancaron cuando ella apenas tenía 13 años, once meses y quince días.
Hace una semana finalizó el calvario que
ha durado casi 80 años. El funeral fue cubierto por decenas de medios de
comunicación. La llegada de Ascensión Mendieta al cementerio fue
recogida por múltiples cámaras y sus palabras recorrieron todos los
rincones de nuestro país (a pesar de TVE, esa televisión pública
dirigida por impertérritos y pusilánimes funcionarios sin atributos ni
sentimientos). Estoy seguro de que Ascensión
pensó en su madre, María Ibarra, que nada más enterarse del
fusilamiento, se personó en el registro civil de Guadalajara para
solicitar la exhumación del cuerpo de su marido, aunque le petición le
fue denegada. También se acordaría de su hermana Paz que le acompañó en
la larga batalla judicial hasta que falleció en 2013.
En los últimos días he retuiteado y
compartido en Facebook decenas de reportajes emotivos sobre el funeral
celebrado hace una semana. A pesar de que estaba a miles de kilómetros,
en Mozambique, he sentido la emoción de estar en directo, ya que el
domingo 2 de julio pude seguir el funeral por Twitter desde una aldea
mozambiqueña, a cuarenta kilómetros de la capital Maputo, donde apenas
había teléfonos hace solo cinco años.
Podríamos asegurar que el comportamiento
de la prensa (salvo TVE) ha sido excepcional. Ha acompañado a los
familiares de una víctima en los momentos más emotivos de su vida y ha
dado a conocer la lucha de Ascensión Mendieta, una mujer valiente que se
rebeló hace años contra el silencio judicial omnipresente en nuestro
país y consiguió que una jueza argentina ordenase la apertura de la fosa
donde había sido tirado su padre después de ser ejecutado. Podríamos
decir que la prensa ha estado a la altura de sus obligaciones: relatar a
los ciudadanos una historia de pundonor y valentía que ha tenido un
feliz desenlace: los restos de Timoteo Mendieta exhumados después de
quince meses de búsqueda en dos fosas distintas, identificados y
enterrados donde su hija quería.
Pero si pasamos revista a los últimos
cuarenta años, la búsqueda de los desaparecidos y las víctimas de las
ejecuciones extrajudiciales apenas han suscitado el interés de los
medios de comunicación españoles. En los años ochenta solo la revista
Interviú se atrevió a realizar un seguimiento de algunos casos y publicó
reportajes interesantes. El muro de silencio
impuesto por los políticos, orquestado por los dos partidos mayoritarios
y seguido con atroz servilismo por los minoritarios, fue mantenido a
rajatabla por la inmensa mayoría de los medios de comunicación,
encargados de sepultar cualquier atisbo de esperanza
por parte de los familiares de las víctimas. Podríamos decir que tanto
la prensa conservadora como la progresista, seguro que por razones
distintas pero con objetivos similares, impuso el mutismo y el
desinterés que deseaban los partidos conservadores y progresistas. Hubo
equidistancia de intereses ya en los ochenta y en los noventa entre los
empresarios de prensa y los dirigentes políticos de la época.
Quieren pruebas: a la hemeroteca me remito. Busquen declaraciones de Felipe
González, Alfonso Guerra, José Maria Aznar, Julio Anguita, Jordi Pujol,
Carlos Garaikoetxea, José Antonio Ardanza, Heribert Barrera, que hablen de la necesidad de consensuar una solución al drama de los desaparecidos. No las encontrarán.
Como tampoco encontrarán ningún debate sobre esta tragedia en los
medios de comunicación. La conclusión es sencilla: la prensa se mantuvo
servil al silencio impuesto por los políticos.
Siempre me he preguntado por qué son más
valientes los guatemaltecos, los bosnios, los colombianos que los
españoles. Sus guerras fueron tan brutales como la nuestra. Sus
transiciones tan complejas como la nuestra. Sus políticos tan viciados
por el olvido y la comodidad como los nuestros. Pero ellos han avanzado y
nosotros seguimos empantanados. Y lo más grave: nos permitimos utilizar el drama de otros como arma arrojadiza.
No sé si tuvo que debatirse en plena
transición. Pongamos que no era el momento. Busquemos, entonces, el
mejor momento en los 41 años que han transcurrido desde la muerte del
dictador: 1982, 1986, 1990, 1995, 2000. Hace 35, 31, 27, 22 o 17 años.
Elegida la mejor fecha, los grupos políticos tenían que haber negociado
una salida constructiva al problema, estableciendo un protocolo de
acción coherente y con el máximo presupuesto, llamarlo de una manera
aceptable para la mayoría y articularlo como una ley modélica. Y hoy
estaríamos más cerca del final del túnel y no a años luz.
La prensa podría haber estimulado el
debate. Haber acompañado a los familiares de las víctimas durante su
larga andadura. Haber derribado los muros de silencio. Haber ofrecido el
marco ideal para un debate abierto en la sociedad que permitiera
encontrar soluciones a una tragedia que se agravaba con el paso de los
años con la muerte de los testigos oculares de los crímenes y los
familiares de primer grado de las víctimas. Pero la prensa prefirió
mantener tres bochornosas décadas de silencio. Hubo que esperar hasta el 26 de diciembre de 2007 para que la Ley de Memoria Histórica,
aprobada durante el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, abriera
una compuerta de luz y algunos medios, vinculados a la estrategia
mediática organizada alrededor del presidente, convirtiera la búsqueda
de los desaparecidos en tema de la agenda permanente.
De nuevo, la prensa a remolque del
interés político aunque al menos, en esta ocasión, con gran beneficio
para los familiares de los desaparecidos que empezaron a ver las páginas
de algunos medios inundadas de historias proclives a mostrar su
sufrimiento permanente y reconocerles sus derechos históricos. Hay
que reconocer que esta agenda común entre el gobierno Zapatero y sus
medios afines nacidos al calor proselitista obligó a medios
prosocialistas más clásicos nada propensos a romper el muro de silencio a
cambiar su estrategia mediática y a informar, por fin, sobre la
búsqueda de los desaparecidos, provocando el efecto dominó en la prensa
española hasta finales del segundo mandato de Zapatero en diciembre de
2011.
Tras varios años de silencio durante el
primer gobierno de Mariano Rajoy, el caso Timoteo Mendieta ha vuelto a
poner en la portada de los medios digitales (en el papel ha habido
abulia) el drama de los desaparecidos y ha vuelto a demostrar que la
cobardía de la totalidad de la clase política española, la indiferencia
de los sindicatos, la indecente actuación de los tribunales y
la desidia de la prensa ha provocado un retraso histórico en la
solución del mayor drama pendiente de la guerra civil española y vamos
camino de que en julio de 2036, cuando se cumpla el primer centenario de
su inicio, haya todavía miles de fosas desparramadas por el Estado
español repletas con decenas de miles de víctimas.
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