sábado, 6 de octubre de 2018

La nueva normalidad (no democrática) de Donald Trump


rebelion.org

La nueva normalidad (no democrática) de Donald Trump

 

 


¿Qué pasa cuando los adultos en la habitación están tan asustados como los niños?
Digamos adiós a las barreras de seguridad de la gobernanza
Introducción de Tom Engelhardt
Hace bastante tiempo que “los adultos están en la habitación” (la frase que John Feffer, colaborador habitual de TomDispatch, trata hoy con particular eficacia). Por supuesto, estamos hablando de los que manejan la información privilegiada en Washington; un “importante funcionario de la administración” fue felicitado en una nota de opinión anónima en el New York Times por habernos salvado de Donald Trump. Hace muy poco tiempo, mientras el huracán Florence inundaba Carolina del Norte, pensaba yo acerca de la versión estatal de esos mismos adultos. Ya sabéis, aquellos que no hace mucho tiempo, insistieron en el Congreso dominado por los republicanos acerca de que el aumento del nivel del mar inducido por el cambio climático, que se espera inunde las zonas costeras más bajas hacia el final de este siglo, era fundamentalmente un engaño, Incluso, en 2012, aprobaron una ley absolutamente adulta –la H.B. 819–. Así informó el New York Times: “... efectivamente, ordenó al estado y a las agencias locales encargadas de las políticas relacionadas con el litoral que ignoraran los modelos científicos que muestran una aceleración en la elevación del nivel del mar”. Como resultado de ello, a lo largo de esa misma costa amenazada hay una oleada de nuevas construcciones y aún más desarrollos de edificios, algunos de los cuales han sido cerrados con tablas muy recientemente y cuyo destino, más temprano que tarde, probablemente sea acabar en un desastre para las compañías de seguros y otras. Y no olvidéis que el Florence es apenas el comienzo del “engaño” que se viene a medida que las tormentas se hacen más intensas al pasar sobre unas aguas oceánicas cada vez más calientes y traen lluvias más copiosas mientras el nivel del mar continúa subiendo.
Como sabemos, versiones actualizadas de aquellos ‘adultos’ de Carolina del Norte en 2012, dominan la formulación de la política relacionada con el cambio climático en el Washington de hoy. Son los únicos ‘adultos’ en la (calentada) habitación trumpiana y en este momento están haciendo todo lo posible por calentarla todavía más. Pensad en eso mientras tomáis en consideración la evidentemente distópica visión de Feffer –¿qué otra cosa podía ser?– de la nueva normalidad de Donald Trump en Washington y los llamados adultos que están con él en esa habitación.
--ooOoo--
¿Qué pasa cuando los adultos en la habitación están tan asustados como los niños?
Durante toda una vida de fantasías, Donald Trump nunca pretendió ser un político convencional. Cuando finalmente decidió apostar seriamente por la presidencia, construyó sus aspiraciones al cargo sobre el más endeble de los cimientos: una salvaje teoría conspirativa basada en el lugar donde había nacido Barak Obama. Después de haber quebrado varios casinos, fracasado en varios proyectos inmobiliarios, fabricado la imagen de un donjuán y creado un reality-show televisivo, sus referencias eran igualmente risibles.
No era difícil presagiar el final político de todo esto. Muchos excéntricos se habían postulado para presidente, desde Jello Biafra a Roseanne Barr, y no llegaron a ninguna parte. Las barreras de seguridad de la democracia estadounidense se emplazaron justamente para impedir que esos intrusos se hicieran un sitio cerca del Despacho Oval. Evidentemente, los tres requisitos presidenciales de Trump –el dinero, un nombre reconocido y una arrogancia sin límites– no han sido suficientes para superar su carencia de influencia con los jefes del partido. Políticos experimentados y operadores anónimos, los supuestos “adultos en la habitación”, se han pasado años ridiculizando al fanfarrón de pelo rizado aporreando la puerta y exigiendo tratamiento especial.
Y entonces, él ganó. En las elecciones presidenciales de 2016, las barreras de protección de la democracia se vinieron abajo. El colegio electoral, diseñado para eliminar a aquellos que Alexander Hamilton una vez llamó “talentos para la intriga y las artes menores de la popularidad, le dio la victoria a un candidato que tiene talento para poco más. Como Jeff Greenfeld escribió en Politico inmediatamente después de las elecciones: “Lo concluyente es que muchas de las barreras de seguridad que supuestamente protegerían la más antigua democracia funcionando en el mundo han demostrado ser peligrosamente débiles, tan vulnerables como lo fue la Línea Maginot frente al ejército alemán hace unos 75 años”.
En las repercusiones del disgusto por el triunfo de Donald Trump, algunos periodistas y expertos se apresuraron a recomendar una lista de posibles asesores que podían aportar alguna seriedad a la nueva administración y restaurar algo parecido a esa Línea Maginot. Aconsejado por esas eminencias grises –como el ex asesor de la seguridad nacional Henry Kissinger y Consoleezza Rice– el nuevo presidente traería un grupo de esos ‘adultos’ a su administración, entre ellos el ejecutivo de ExxonMobil Rex Tillerson como secretario de Estado y al teniente general en activo H.R. McMaster como consejero en la seguridad nacional. Del mismo modo, dos ‘adultos’, el pez gordo del partido republicano Reince Priebus y el general retirado del cuerpo de Marines John Kelly en su calidad de jefes de equipo, también intentaron controlar a Trump. Recientemente, una nota de opinión en el New York Times escrita por un anónimo “importante funcionario de la administración” sugirió que un “grupo estable” de “adultos en la habitación” había estado ocupándose encubiertamente de que el presidente Trump no hiciera saltar el país o el mundo por los aires.
En respuesta, el presidente Trump ha hecho todo lo posible para deshacerse de ellos o al menos ignorar a rodos esos supervisores adultos. Después de la salida de Tillerson, de McMastaer y del asesor económico Gary Cohn, el New Republic lamentó que Trump estuviera “quitando sistemáticamente las barreras de protección en su gabinete” (que demostraron ser tan ineficaces como habían sido las electorales). De hecho, después de las últimas revelaciones en el nuevo éxito editorial del veterano periodista del Washigton Post Bob Woodward, en el sentido de que es posible que haya llegado el momento de retirar esas chirriantes metáforas de la política estadounidense. Basta de ‘barreras de protección’ basta de ‘adultos’. Representan una forma de pensar que ha demostrado ser lamentablemente inadecuada para entender el ascenso al poder de Donald Trump o el Estados Unidos de este momento.
Olvide a Donald Trump un instante y piense solo en usted: ¿quién es responsable de los últimos 17 años de interminables guerras estadounidenses que han convulsionado el planeta Tierra? ¿Los niños? ¿Los adolescentes? ¿Los hombres hechos y derechos que han actuado como niños? Seamos realistas: adultos maduros –entre ellos el hombre que dejó ExxonMobil para convertirse en secretario de Estado– parecen llevar tiempo intentando asegurar el anegamiento, el incendio y la destrucción general de este planeta. Y no olvidéis que los adultos del partido republicano, respaldados por sus ricos financistas, han sido responsables de que Donald Trump accediera al Despacho Oval. En última instancia, ellos y no el ignorante en materia política presidente deben ser culpados por la devastación sobrevenida.
En cuanto a esas barreras de protección, como mucho, simbolizan la más imperfecta de las metáforas. A pesar de todas las barreras reales en las autopistas de Estados Unidos, las muertes en accidentes de tránsito han llegado a las 40.000 en el año y en este momento los vehículos son los mayores asesinos de estadounidenses de entre 15 y 24 años. Ocasionalmente, una barrera de protección puede impedir que un conductor borracho se despeñe por un barranco, pero obviamente no son un freno para una parte significativa de las personas decididas a suicidarse al volante.
La verdad es que esas barreras de contención de la democracia ya eran defectuosas mucho antes de que llegara Trump y de que los adultos en la habitación estén más asustados que los niños. De hecho, esas metáforas, hacen que sea cada vez más difícil ver qué están haciendo realmente Trump y sus canguros: no solo están destruyendo una cultura de cortesía y desmantelando los logros de la administración Obama sino también acometiendo contra los mismísimos pilares de la democracia.
Moviendo las berreras de protección
Un años después del triunfo electoral de Donald Trump, The Washington Post llegaba a la conclusión que éste había traspasado “los límites del comportamiento presidencial”.
Dado el abrumador número de mentiras que él ha lanzado desde que ejerce la presidencia –más de ocho por día y subiendo–, la conclusión del Post parece incuestionable. Sin embargo, tratándose de malas acciones, Trump tiene muchos antecesores presidenciales, desde los importantes delitos y las faltas menores de Richard Nixon hasta el ejercicio de la tortura de George W. Bush. Trump es tan grosero como Lyndon Baines Johnson, tan mal educado como Ronald Reagan, tan predador sexual como Bill Clinton. Todos estos presidentes prepararon a la sociedad estadounidense para un líder que, como el supervillano de una tira cómica, combinaría los peores rasgos de sus predecesores en un paquete explosivo.
Trump traspasó unas barreras inexistentes (una característica de seguridad en autopistas que una vez él menospreció en una entrevista del Wall Street Journal: dijo de ella que era la “peor porquería”). Al contrario, generaciones de políticos y operadores las movieron cada vez más en un grado tal que su comportamiento llegó a ser aceptable para bastantes estadounidenses que acabaron votándole.
Hay que reconocer que las acciones de Trump están abriendo nuevos caminos. Ha situado a familiares suyos –su hija Ivanka y su yerno Jared Kushner– en importantes cargos políticos; al mismo tiempo, se aseguró que sus gran imperio empresarial se beneficiara con su presidencia de un modo inédito. Aun así, para entender el impacto más perdurable de la administración Trump es necesario observar la forma en que sus colaboradores están transformando las estructuras subyacentes de la democracia de Estados Unidos: la influencia del dinero en la política, el secuestro del poder judicial o el debilitamiento del control mediático.
Con sus copiosos tweets y sus escandalosas acciones, Trump es el protagonista de los titulares de cada día. Los operadores y hacedores más espabilados que medran a su sombra se aprovechan del escándalo para mover esa protección en forma espectacular. Quienes defienden la Línea Maginot en estos momentos se despertarán una mañana y descubrirán que el enemigo no ha necesitado tomar por asalto las fortificaciones. Se limitaron a demolerlas y hacerlas a un lado.
Potenciado a los ricos
Muchos países democráticos no tolerarían la forma en que los ricos y las corporaciones valoran los puestos logrados en las elecciones estadounidenses. Ganar un escaño en la Cámara de Representantes, por ejemplo, cuesta un millón y medio de dólares; uno en el Senado, cerca de 20 millones. Por el contrario, en Canadá, donde ninguna corporación ni sindicato puede hacer contribuciones económicas para una campaña electoral y las personas individuales solo pueden donar unos modestísimos 1.500 dólares a un partido, una campaña normal cuesta unas decenas de miles de dólares y cerca de la mitad de los donantes más importantes pierden.
En 2010, la situación en Estados Unidos llegó a ser incomparablemente peor cuando el Tribunal Supremo decidió –en el caso Citizens United– que las contribuciones para las campañas estarían constitucionalmente protegidas como una forma de la libertad de expresión. Las SuperPAC* pueden gastar una cantidad ilimitada de dinero en las elecciones; esto hace que las personas ricas tengan un impacto sin precedentes; además tienen una forma de ocultar sus huellas mediante contribuciones de “dinero oscuro”. El ex presidente Jimmy Carter le dio un nombre preciso a esa decisión: “legalización del cohecho”.
Mientras tanto, el dinero llegó a tener un notable papel incluso en la formulación de las políticas. Cuando en otros países la lucha para eliminar el cohecho y la corrupción de su sistema político, Estados Unidos sencillamente los ha institucionalizado con el nombre de ‘cabildeo’. Como escribió Michael Maiello en Forbes en 2009: “... en una sociedad abierta como la de EEUU, nuestras mentes más brillantes son incapaces de establecer una diferencia significativa entre entregar a alguien un sobre lleno de dinero en efectivo o llenar la caja de campaña de un senador, excepto para señalar que el cabildeo es mucho más efectivo. Quien induce al cohecho quiere burlar la ley; un integrante de un grupo de presión quiere cambiarla.
Trump se declaró independiente de donantes y de grupos de presión. Por ejemplo les dijo a los hermanos Koch que él no “necesitaba su dinero ni sus malas ideas”. Finalmente, sin embargo, demostraría que estaba tan en deuda con los grades donantes como cualquier otro político convencional. Llegó al poder con el apoyo del magnate de los casinos Sheldon Adelson, el cofundador de grandes almacenes Bernard Marcus, la cofundadora de World Wrestling Entertainment Linda McMahon, el operador de fondos de riesgo Robert Mercer y la filántropa Betsy DeVos. Inmediatamente después de las elecciones, Trump premió a McMahon y DeVos con sendos cargos en su administración, después impulsó una ley de reforma fiscal que fue un filón para sus colegas multimillonarios y transformó la política para Oriente Medio para responder a las demandas de Adelson, Marcus y Mercer. Y a pesar de que prometió desecar la ciénaga Washington, las personas designadas por él han estado implicadas en un escándalo tras otro.
Además, el equipo Trump está haciendo cambios estructurales para limitar los cuestionamientos que puedan hacerse a esa forma plutocrática de gobernar. Por ejemplo, avanzando aún más en las exitosas acciones del partido republicano en Florida que condujeron a los resultados de las elecciones presidenciales de 2000, la administración Trump está haciendo todo lo posible para impedir la participación electoral de las minorías y los pobres. Las nuevas leyes de identificación del votante le ayudaron a ganar en estados decisivos como Wisconsin, por lo tanto, no es sorprendente que quiera extender ese sistema de identificación del votante a todo el ámbito nacional.
Anticipándose a las elecciones de medio término, el partido republicano también se ha ocupado de purgar el padrón electoral y de hacer manipulaciones raciales utilizando para ello incluso la Ley de Estadounidenses con Inhabilitaciones como excusa para cerrar centros electorales en las zonas rurales de Georgia con el propósito de reducir el impacto de los votos de los afroestadounidenses. En una acción combinada del departamento de Justicia y el organismo de Inmigración y Aduanas, el presidente ordenó a varias agencias federales que juntaran los registros de votantes en zonas de Carolina del Norte con importante población hispana de modo de alejar de los lugares de votación a posibles votantes del partido demócrata.
De esta forma, Trump está trabajando para que Estados Unidos vuelva a sus días más gloriosos, cuando el derecho de voto estaba reservado a los blancos acomodados.
El asalto a los tribunales
Trump controla (si esa es la palabra apropiada) la Casa Blanca; los republicanos –en parte gracias a la inhibición de votantes y a la manipulación– controlan el Congreso. Pero las encuestadoras presagian que es probable que los demócratas recuperen la Cámara de Representantes en las próximas elecciones de medio término, y está claro que en las presidenciales de 2020 todo es aún posible. Entonces, en su intento de mover las barreras políticas de protección para siempre, la administración Trump ha puesto sus ojos en el tercer poder del Estado: los tribunales. Ahí, no solo se puede neutralizar uno de los más poderosos controles de la agenda del 1 por ciento de Trump, sino producir un impacto que podría durar décadas.
Con el Tribunal Supremo, los republicanos en el Congreso demostraron ser tan afortunados como estrategas. El presidente Trump fue capaz de cubrir inmediatamente una vacante gracias a la exitosa decisión Hail Mary del partido republicano destinada a bloquear el nombramiento de Merrick Garland en los últimos meses de la administración Obama. Entonces, mediante el nombramiento de Neil Gorsuch para cubrir la vacante producida por la muerte de Antonin Scalia, el equipo de Trump comenzó a hacer una jugada para el retiro del vacilante juez Anthony Kennedy. Gorsuch había trabajado para Kennedy y tenía los dos candidatos claves – Brett Kavanaugh y Raymond Kethledge– que Trump señaló para reemplazar a Scalia en caso que su puesto quedara vacante. Después, el presidente utilizó sus relaciones comerciales con el hijo banquero de Kennedy, mientras Ivanka empleaba sus encantos con el juez. Algunos funcionarios de la administración juran que ellos honrarían el legado de Kennedy en la medida que renunciara lo suficientemente rápido como para sacarle otra confirmación antes de que esas elecciones de medio término amenazaran las mayorías republicanas en el Congreso.
Mientras tanto, el equipo de Trump iba disparado haciendo nombramientos judiciales para los tribunales menores en un tiempo en el que apenas podía molestarse en cubrir puestos claves en el departamento de Estado. El nuevo presidente asumió su cargo con 105 vacantes en la judicatura sin cubrir, una herencia dejada por el intencional enlentecimiento ejercido por los representantes republicanos en el Congreso en tiempos de Obama. Mientras sus aliados conservadores le entregaron una lista de deseos con ideólogos judiciales, Tump actuó a toda prisa –muy deliberadamente– nombrando a 22 jueces los jueces de apelaciones y a otros 20 distritales (todos cargos vitalicios). Estos nuevos jueces –en los 12 distritos judiciales federales con jurisdicción regional– ya han dejado su impronta en casos que implican la financiación de campañas electorales, la autoridad del presidente y el aborto, entre otras cuestiones. “Después de solo 18 meses, Trump ha ‘dado vuelta’ dos distritos –el Sexto y el Séptimo–: considerados ‘liberales’ por los seguidores de Trump en el movimiento legal, ahora son considerados más apropiadamente conservadores”. Escribe Jason Zengerle en la New York Times Magazine, señalando que hay otros distritos que en este momento se están acercando a una situación crítica.
Esta transformación del ámbito judicial se extiende al de las agencias federales. Los jueces del fuero administrativo son fundamentalmente servidores civiles que manejan casos muy variados sobre reclamos de beneficios de la Seguridad Social para regular su cumplimiento. Después de hacer una interpretación amplia de una decisión reciente del Tribunal Supremo, la administración Trump ahora está transformando a estos 1.900 jueces en el equivalente de cargos políticos. Además, alega que puede despedir a jueces y reemplazarlos por otros para copar esos tribunales administrativos, que más tarde ayudarán desde dentro a impulsar una revolución republicana contra las regulaciones.
En un momento, Trump comentó informalmente que él pensaba que Estados Unidos debería probar el sistema chino de “presidencia vitalicia”. Aunque es improbable que esto ocurra a corto plazo, con los jueces vitalicios, el presidente está institucionalizando la ideología del 1 por ciento. La de los adultos en esa su habitación –la de Trump– antes de que los votantes puedan echarle.
Esquivando el control de los medios
Después de toda una vida utilizando los medios para construir su marca, en este momento Donald Trump está tratando sistemáticamente hacer saltar por los aires una de las piedras angulares de la democracia estadounidense. De la prensa ha dicho que es el “enemigo del pueblo de Estados Unidos”, etiquetado repetidamente de “noticias falsas” su conocido quehacer y justificado las fuentes de extrema derecha repitiendo como un loro sus reclamos.
No ha sido Trump el creador de semejante clima. El ascenso de Fox News, la proliferación de sitios web como Infowars y la persistente popularidad de los famosos de derecha en programas de radio sensacionalistas, todo ello ha contribuido a la demonización de los medios “liberales”. Por consiguiente, para un importante número de estadounidenses, el tratar de reunir hechos –como lo opuesto a expresar opiniones estentóreamente– se ha transformado en una ocupación sospechosa. Según el Barómetro Edelman Trust de 2018, entre la población en general, la confianza en los medios ha caído 5 puntos desde 2017 y unos pasmosos 22 entre la “gente informada” (la que tiene formación universitaria y que, por sus ingresos, pertenece al 25 por ciento superior).
Los medios de la corriente dominante desde hace bastante tiempo aspiraban asumir el papel de control de la política. Se supone que los periodistas controlan los hechos de los poderosos, huelen la corrupción y rascan en la propaganda gubernamental para exponer lo que se esconde detrás de ella. De acuerdo, los periodistas tienen puntos débiles y es frecuente que los grandes de la economía no sean objeto de un escrutinio tan concienzudo como lo son los de la política, pero el trabajo mediático con financiación para los periodistas de investigación y verificadores de hechos son una parte esencial de cualquier sociedad democrática.
Donald Trump no solo ha menospreciado a los medios de la corriente dominante, los ha dejado de lado. No ve la necesidad de someterse a conferencias de prensa –ha dado una sola en su primer año en la presidencia, en comparación con las 11 de Obama– porque él se comunica con quienes le interesa utilizando su cuenta de Twitter. Los medios de noticias deben contentarse con informar acerca de sus tweets.
De este modo, crea una imagen de franqueza, ya que dice lo que le sale de la mente sin la mediación de especialistas en relaciones públicas, pero esto no sucede con la totalidad de la población del país. Normalmente, él evita hacer discursos en los estados de predominancia demócrata (donde las políticas de su administración están pensadas deliberadamente para hacer daño). Su estrategia es hablar durante las 24 horas de cada día de la semana en un universo de comunicación libre de los medios de la corriente dominante. Si hablamos de reporteros, los seguidores del presidente están pendientes de su liderazgo y les prestan poca atención. Por cierto, el 72 por ciento de los republicanos se fía de Trump más que de los medios y cerca de la mitad de ellos cree que “el presidente debería tener la autoridad para cerrar aquellos medios de mal comportamiento”. Sus ataques a los medios, diseñados expresamente para distraer la atención que puedan despertar sus muchos escándalos, están debilitando a toda la institución.
Efectivamente, Trump ha cultivado a un potencial electorado que está fuera del discurso de la democracia, apoyándose en el 22 por ciento de los estadounidenses que cree que la autocracia es mejor que la democracia y el porcentaje ligeramente mayor que apoyaría un golpe de Estado militar para combatir el delito o la corrupción. Los medios independientes no durarían mucho tiempo en ninguno de esos escenarios.
La nueva normalidad
Lo más peligroso de la arremetida de Trump contra la democracia es que probablemente estimulará el cinismo En el periodo que siguió a los escándalos del Watergate, una nueva ola de reformadores que ganó escaños en el Congreso impulsó inmediatamente investigaciones de las operaciones encubiertas, estableció nuevas normas de financiación electoral e intentó poner freno al poder presidencial mediante medidas como la Ley de Poderes de Guerra. En otras palabras, después de los escándalos de principios de los setenta del siglo pasado, los reformadores peritaron la demolición del paisaje político y trataron de reparar la infraestructura de la democracia de Estados Unidos. Según la interpretación más favorable, hicieron rápidos arreglos; después, durante los tiempos de Reagan los supuestos adultos en la habitación volvieron a su actividad predilecta: mover las berreras de protección en beneficio de los ricos y los poderosos.
Después de las elecciones de medio término de noviembre, nuevas voces –como las de Alexandria Ocasio-Cortez y Rashida Tlaib– se harán oír en el Congreso y sin duda habrá una energía renovada para parar, si no hacer retroceder, al trumpismo. Aquellos a quienes el presidente ha injuriado –una lista cada día más larga– pueden unir fuerzas en una acción que rompa el círculo vicioso de ignorancia, apatía y enfado que Trump ha estimulado. No será una tarea fácil. Pero si lo que ha quedado de los mecanismos de la democracia –las elecciones, los tribunales y la prensa– puede ser utilizado para derrotar a un potencial dictador, a su familia y a todos los pretendidos adultos que él introdujo en la habitación para poner en marcha su profundamente antidemocrático programa, sería hacer justicia. La pregunta que surge es esta: ¿podría ser demasiado tarde?
* Las PAC (political action committees) son organizaciones que recogen contribuciones dinerarias de sus miembros para financiar campañas a favor o en contra de un candidato o de iniciativas legislativas. (N. del T.)
John Feffer, colaborador habitual de TomDispatch, es autor de la novela distópica Splinterlands (publicada por Dispatch Books) y director de Foreign Policy In Focus en el Instituto de Estudios Políticos. Su libro más reciente es Aftershock: A Journey into Eastern Europe’s Broken Dreams. En noviembre próximo, Frostlands, segundo volumen de la serie Splinterlands, será publicado por Haymarket Books.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176471/tomgram%3A_john_feffer%2C_say_goodbye_to_the_guardrails_of_governance/#more
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.

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