Un gobierno con severo astigmatismo
05:00 AM
El gobierno tiene la vista puesta en el horizonte en
tanto los desastres estallan a su alrededor. Sus miembros presumen que
son parte de una generación de reformadores pero se obstinan en
minimizar los problemas inmediatos. La palabra “transformacional” abunda
en el vocabulario oficial en tanto la coyuntura es ninguneada.
Los reformadores sufren, pues, de astigmatismo. Entre más se acerca el objeto, más borroso y menos importante les parece. Los altos funcionarios hablan engolados del futuro mientras menosprecian el presente. Y no entienden que la ciudadanía sea ingrata, que les regatee ese aplauso atronador que creen haberse ganado con creces. La impopularidad de Enrique Peña Nieto y su gobierno se explica por el bajo crecimiento desde que tomó posesión y no se ve influenciada por esas fabulosas reformas que acelerarán significativamente al PIB mexicano en 2017-18. Las muertes, secuestros y extorsiones de las semanas y meses recientes no se superan con la promesa presidencial de que un día se podrá llamar a un nuevo número de teléfono para emergencias. Y, por supuesto, está el deterioro en el poder adquisitivo de los salarios en tanto se destapan escándalos sobre contratos y préstamos multimillonarios.
La narrativa gubernamental quedó truncada por esos hechos coyunturales que, por más que se quieran hacer de lado, existen y son mucho más reales para millones que el enorme potencial de las reformas estructurales. Ciertamente, la apertura del sector energético durante los últimos 12 meses debió ser el gran tema del año 2014.
Después de décadas, el gobierno aceptó de facto su incapacidad en materia de exploración, producción y refinación de hidrocarburos. La gran mentira de Pemex como baluarte de la soberanía nacional quedó, por fin, al desnudo. La revolución en el sector eléctrico será todavía más impresionante si cabe. Pero, lástima, el año que está por terminar será recordado por Ayotzinapa y la ‘Casa Blanca’. Quedará igualmente en la memoria no por la concesión del tren rápido entre la ciudad de México y Querétaro, sino por la rapidez con la que se canceló “en razón de las dudas e inquietudes que han surgido en la opinión pública”.
Arrinconado, el gobierno persiste en la estrategia. Agotado el arsenal de las reformas, retoma el mismo discurso e insiste en el imperativo de hacer más profunda la “transformación”. Ahora la novedad son los culpables, esos malos que se han colado en la película oficial: son aquellos “afectados” por las reformas, esos nebulosos grupos a los que no conviene que las oportunidades de progreso queden al alcance de todos, los que están torpedeando lo que debería ser un éxito indiscutible. En brevísimo mensaje navideño, Peña aseveró que es momento de construir y no de destruir, de unir y no de dividir; el lugar común como argumento. Quien presume de encabezar un gobierno de resultados ahora se refugia en la retórica sin sustento. No se requiere de cambio de discurso, sino de visión, para curar un severo problema de astigmatismo.
Los reformadores sufren, pues, de astigmatismo. Entre más se acerca el objeto, más borroso y menos importante les parece. Los altos funcionarios hablan engolados del futuro mientras menosprecian el presente. Y no entienden que la ciudadanía sea ingrata, que les regatee ese aplauso atronador que creen haberse ganado con creces. La impopularidad de Enrique Peña Nieto y su gobierno se explica por el bajo crecimiento desde que tomó posesión y no se ve influenciada por esas fabulosas reformas que acelerarán significativamente al PIB mexicano en 2017-18. Las muertes, secuestros y extorsiones de las semanas y meses recientes no se superan con la promesa presidencial de que un día se podrá llamar a un nuevo número de teléfono para emergencias. Y, por supuesto, está el deterioro en el poder adquisitivo de los salarios en tanto se destapan escándalos sobre contratos y préstamos multimillonarios.
La narrativa gubernamental quedó truncada por esos hechos coyunturales que, por más que se quieran hacer de lado, existen y son mucho más reales para millones que el enorme potencial de las reformas estructurales. Ciertamente, la apertura del sector energético durante los últimos 12 meses debió ser el gran tema del año 2014.
Después de décadas, el gobierno aceptó de facto su incapacidad en materia de exploración, producción y refinación de hidrocarburos. La gran mentira de Pemex como baluarte de la soberanía nacional quedó, por fin, al desnudo. La revolución en el sector eléctrico será todavía más impresionante si cabe. Pero, lástima, el año que está por terminar será recordado por Ayotzinapa y la ‘Casa Blanca’. Quedará igualmente en la memoria no por la concesión del tren rápido entre la ciudad de México y Querétaro, sino por la rapidez con la que se canceló “en razón de las dudas e inquietudes que han surgido en la opinión pública”.
Arrinconado, el gobierno persiste en la estrategia. Agotado el arsenal de las reformas, retoma el mismo discurso e insiste en el imperativo de hacer más profunda la “transformación”. Ahora la novedad son los culpables, esos malos que se han colado en la película oficial: son aquellos “afectados” por las reformas, esos nebulosos grupos a los que no conviene que las oportunidades de progreso queden al alcance de todos, los que están torpedeando lo que debería ser un éxito indiscutible. En brevísimo mensaje navideño, Peña aseveró que es momento de construir y no de destruir, de unir y no de dividir; el lugar común como argumento. Quien presume de encabezar un gobierno de resultados ahora se refugia en la retórica sin sustento. No se requiere de cambio de discurso, sino de visión, para curar un severo problema de astigmatismo.
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