miércoles, 5 de abril de 2017

Un infierno blanco en India


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Un infierno blanco en India

Miles de hombres, mujeres y niños, trabajan de sol a sol en el centro de fabricación de cal más productivo de todo el país.
Por Raúl Zecca Castel
La tierra está  recubierta de un suave manto blanco, como forrada de nieve, mientras una especie de niebla sutil oculta la vista y transforma las figuras humanas en sombras fantasmales. Incluso las voces resultan amortiguadas y distantes, como absorbidas por el polvo que filtra en los ojos y en la nariz, dejando un persistente sabor amargo en la garganta. Ni siquiera se escuchan los propios pasos, y sacudir los pies tan solo serviría para levantar aún más el polvo. Únicamente el rumor seco de las piedras que se estrellan bajo los golpes de pesados martillos rompen el silencio, resonando en el aire como un lejano batir de alas.
No nos encontramos en la grabación de otra película de ciencia ficción, si no en Pidiguralla, el más importante centro de producción de cal de toda India, una pequeña ciudad de 120.000 almas en el centro del estado de Andhra Pradesh. Esta es una de las zonas más pobres de la parte rural del país, inmersa entre plantaciones de algodón, arroz y pimentón picante. Pero, sobre todo, rodeada de imponentes rocas calizas. En un área de pocos kilómetros cuadrados; de hecho, se concentran 70 canteras, otros tantos molinos para la pulverización de las piedras y 245 hornos cilíndricos altos de alrededor de unos quince metros para una capacidad de cuarenta toneladas cada uno que, en el horizonte denso de niebla, destacan majestuosos como improbables catedrales de hormigón.
Cada día millares de hombres, mujeres y niños alcanzan este lugar infernal desde las zonas perifericas de la ciudad, donde viven en angostas chozas, privados de agua corriente y electricidad. A pesar de la reciente mecanización de algunas fases del proceso de fabricación de cal, el de picapedrero sigue siendo un trabajo muy duro y peligroso. Por lo tanto, no sorprende que quienes lo lleven a cabo sean principalmente los conocidos como los intocables, los parias, a los que se les reserva por nacimiento, por un destino implacable, los trabajos más humildes y degradantes. Aunque la Constitución de 1950 abolió formalmente el sistema de castas, de hecho, tal división jerárquica de la sociedad en clases inmutables sigue estando profundamente arraigada en la cultura y en la práctica diaria de más de mil millones de indios. Es poco probable que sea erradicada sin un compromiso firme de sensibilización, que debe iniciarse, en primer lugar, en las generaciones más jóvenes.
Los días comienzan muy temprano en Piduguralla, mucho antes de la salida del sol, con el fin de evitar, en la medida de lo posible, las horas más calurosas y bochornosas de la tarde, cuando en el mes de mayo,  justo antes de la temporada del monzón, el termómetro puede marcar temperaturas que superan ampliamente los 45 grados. En grupos pequeños, los trabajadores se disponen alrededor del perímetro de los hornos, donde durante muchas horas se dedican a la separación de piedra caliza y carbón que servirá para la combustión. Los fragmentos así obtenidos son luego apilados en cestas de plástico que una cinta mecánica transporta hasta la boca de las torres cilíndricas. Aquí, envueltos en sus turbantes característicos, algunos trabajadores en precario equilibrio vierten el contenido de las cestas en el conducto de los hornos que, como si agradecerieran su alimento cotidiano, desprenden nauseabundos gases blanquecinos.
Se necesitan diez horas y casi mil grados para cocer las piedras calizas y convertirlas en cal viva, una sustancia altamente tóxica para la salud humana. Si no se maneja con el debido cuidado, de hecho, puede causar graves daños a la piel, a los ojos y al sistema respiratorio. Sin embargo, aquí, en Piduguralla, nadie adopta una prevención de accidentes, y las enfermedades profesionales afectan indiscriminadamente tanto a adultos como a los muchos niños que todavía están empleados en este trabajo agotador. Baste observar su extraño cabello rubio, como oxigenado, para darse cuenta inmediatamente de los efectos que las exhalaciones de los hornos producen. Sin mencionar los problemas de dermatitis, los ataques de migraña, las infecciones pulmonares, y más …
Al igual que el sistema de castas, también la explotación del trabajo infantil fue formalmente abolida en la India. Sin embargo, esta terrible plaga, en la industria de la cal, así como en muchas otras realidades indias – y no solamente -, sigue siendo una cuestión todavía completamente abierta. La verdad es que, a menudo, en Piduguralla, son los mismos padres quienes se ven obligados a aceptar la ayuda de sus hijos, ya que sin la aportación de esos pequeños brazos la ganancia de trabajo de todo el día no sería suficiente para mantener a las familias, a menudo demasiado numerosas. El trabajo, de hecho, es a destajo, y el salario totalmente irrisorio: por 10-12 horas de trabajo un hombre puede ganar hasta 150 rupias, el equivalente a dos euros, mientras que una mujer incluso menos. Como una cadena que une generaciones, la ciudad de la cal corre el riesgo de quedarse para siempre rehén de un círculo vicioso increíblemente difícil de romper, que se traga miles de vidas y que produce, junto con la cal, siempre más deterioro y violencia. A costa, como siempre, de los más débiles y vulnerables, especialmente las mujeres y los niños, a menudo víctimas silenciosas de malos tratos y abusos.
Sólo una lucha vigorosa por la promoción de los derechos humanos fundamentales podrá detener la perpetuación de este círculo vicioso perverso que, en nombre de los beneficios de unos pocos, ofrece demasiadas vidas inocentes como un sacrificio al Dios implacable de la cal. Despojados de su infancia y de su derecho a los juegos y a la felicidad, los niños de Piduguralla son engranajes esenciales en una industria que no tiene escrúpulos ante nadie: una industria más que rentable que abastece provechosamente miles de pequeñas empresas, listas para comercializar, no solo en India sino también en  el extranjero, el resultado de tan duro trabajo y sudor. Es también, gracias a las pequeñas manos de los niños Piduguralla, marcadas por las callosidades y heridas, que se construyen casas y palacios tan cómodos en los que vivimos.

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