lunes, 29 de enero de 2018

DE BLANQUEAR NUBES A FINGIR VOLCANES




La manipulación climática, más conocida como geoingeniería, es quizás la máxima expresión de la arrogancia tecnológica. Bajo este sesudo término se esconde la fantasía de manipular a placer un sistema tan complejo, y no enteramente entendido, como el clima para así controlar el termostato del planeta y solucionar el (supuesto) cambio climático. Hasta la fecha, este anhelo onírico parecía ser patrimonio exclusivo de un puñado de científicos iluminados.
En realidad la mayoría de la comunidad científica continúa hoy rechazando estas ideas, pero la cosmovisión de un planeta en el que se pueda reducir artificialmente la concentración del CO2 atmosférico o se pueda manejar la cantidad de radiación que llega a la tierra para modular la temperatura según convenga se abre paso en el pensamiento oficial y gana peso político. Se vislumbra todo un cóctel de técnicas que permitan de forma ideal aumentar y/o reducir a demanda lluvias aquí o allá. La pregunta inmediata es: ¿según convenga a quien? Porque la mayoría de los modelos hablan de efectos "colaterales" negativos distribuidos de forma muy desigual, de forma que los países del sur –quienes menos han contribuido al problema– se llevarán la peor parte.

Hace unas cuantas décadas, cuando el calentamiento global aun no tenía nombre, una conocida empresa petrolera se anunciaba con la imagen de un gran iceberg, sacando pecho de capacidad tecnológica para fundir siete millones de toneladas de hielo al día. En efecto, el publicista se lució. De forma premonitoria y desgraciadamente muy acertada, en 2017 la extensión de la capa de hielo en ambos polos se encuentra en mínimos históricos según la NASA. En el mismo tono prepotente hace no tantos años un conocido oceanógrafo afirmaba “dadme un tanque de hierro y os daré una edad de hielo”, en alusión a una técnica de geoingeniería conocida como fertilización oceánica, consistente en arrojar partículas de hierro al mar para crear explosiones poblacionales de algas que, al capturar CO2, podrían ayudar a enfriar el planeta. En todos estos años, las propuestas para controlar el clima han sido variopintas, y muchas parecen sacadas de películas de ciencia ficción. Generar con máquinas burbujas en el océano que espumen la superficie para blanquearla y aumentar así su reflectividad; modificar genéticamente las plantas para "mejorar" su capacidad fotosintética –se ve que las pobres dejan bastante que desear en eficiencia– y ya de paso producir más grano y "solucionar" el hambre mundial, matando dos pájaros de un tiro; cubrir el hielo polar con micropartículas de plástico para evitar que se funda; engordar las capas polares bombeando encima hielo artificial (la lógica aplastante nos indica que si el hielo se funde, lo suyo es "hacer" más hielo); lanzar miles de espejitos flotantes a la estratosfera durante años; inyectar partículas de azufre que imiten el efecto de los volcanes para "oscurecer" el cielo y que así penetre menos luz...

Hay algunas especialmente contraintuitivas, como la idea de talar bosques boreales (es decir, ¡eliminar una fuente natural de captación de CO2 como son los árboles!) en zonas que habitualmente quedan cubiertas de nieve, para que esta se deposite en forma de manto blanco uniforme en el suelo y refleje mejor la luz. Como decimos, el carácter de estas iniciativas hasta ahora ha sido marginal. Sin embargo el momento climático ha cambiado y nos hayamos en un momento de crisis global acuciante en el que las costuras del planeta están reventando. Con fenómenos metereológicos extremos y migraciones ambientales abriendo telediarios día sí y día también, empieza a considerarse este asunto muy en serio, aunque, eso sí, de momento de forma totalmente inadvertida para el gran público. ¿Sabían ustedes que en 2018 están programados tres experimentos de geoingeniería? O, empezando por el principio ¿habían oído hablar de la geoingeniería antes? Pues eso.
No es casual que dos de los experimentos previstos para el año que viene vayan a tener lugar en EE UU. Y es que el momento político también ha cambiado, y la administración Trump no ve estas opciones con malos ojos. De hecho el negacionismo climático siempre se ha llevado bastante bien con la geoingeniería, que ofrece nuevas oportunidades de negocio a las corporaciones, como las derivadas de la venta del CO2 capturado, ya sea para fertilizar algas que se transformen en biocombustibles, bombardear invernaderos, a apurar, abran bien los ojos, los últimos barriles de pozos de petróleo ya explotados.

Uno de los experimentos mencionados tendrá lugar en la Bahía de Monterey, en California y consistirá en blanquear nubes inyectándoles agua de mar aumentando su tamaño y blanqueándolas para que reflejen mejor la luz solar. Paradójicamente el investigador principal y promotor de esta empresa fue uno de los inventores años atrás de las impresoras de inyección: en esta ocasión se trata de "imprimir" nubes blancas a capricho en el cielo. Otro experimento, denominado SCoPEx, tendrá lugar en Tucson, Arizona. Promovido por la Universidad de Harvard y patrocinado como el anterior por Bill Gates, entra dentro de la modalidad denominada como Inyección Estratosférica de Aerosoles (SAI, por sus siglas en inglés), es decir, la "imitación" del polvo volcánico antes mencionada. Un tercer experimento programado en la Bahía de Hudson (Canadá) pretende cubrir el mar con microperlas de cristal reflectivas. Ninguno de estos experimentos tendrá un alcance significativo. Porque realmente en la geoingeniería la fase experimental no existe. Para comprobar si una de estas tecnologías tiene el efecto deseado sobre el clima hay que desarrollarla a escala planetaria, no a pequeña escala como se plantea en estas pruebas. Desarrollar estos experimentos a escala planetaria es jugársela a todo o nada. Porque si tu tubo de ensayo en este caso es el único planeta que tienes y el ensayo te sale mal, tienes (tenemos) un problema.

Entonces, ¿qué persiguen estos experimentos? Por un lado, despejar dudas técnicas. Si mi objetivo es inyectar partículas en la estratosfera y lo quiero hacer, por ejemplo, mediante mangueras suspendidas en el aire, tengo que probar que soy capaz de suspender las mangueras, de que bombeen bien las partículas, etcétera, lo cual es muy diferente a demostrar que la inyección de las partículas provoca una reducción de temperatura en el planeta. Pero sobre todo lo que pretenden estos experimentos es "normalizar" la geoingeniería. Actuar de rompehielos para introducirla por la vía de los hechos en la agenda política.
En realidad este nuevo escenario ya se ha empezado a asumir lentamente en el ámbito científico. Tras años de resistencia y ante la falta de un cambio de rumbo en las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) mundiales, el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos para el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) de 2014 ya asume como un hecho para la mayoría de sus escenarios que serán necesarias emisiones negativas (una retirada activa de CO2 de la atmósfera) en la segunda mitad de siglo si queremos cumplir con los objetivos climáticos establecidos, con tecnologías (como BECCS).

El propio informe reconoce que hasta la fecha estas tecnologías no se han demostrado realizables y que, de serlo algún día, los riesgos ecológicos y sociales de desplegarlas en la escala necesaria son considerables. Todo apunta además a que el próximo informe del IPCC, que verá la luz en 2022, ya considerará las técnicas de manejo de la radiación solar (como la de los volcanes o el blanqueamiento de nubes) como una opción más a tener en cuenta. Los problemas de la geoingeniería son muchos. Uno fundamental es que nos introduce en un callejón sin salida. Una vez que decidamos que para bajar artificialmente la temperatura del planeta vamos a, pongamos, inyectar partículas en la estratosfera, tendremos básicamente que seguir haciéndolo siempre (suponiendo que funcione), porque en el momento en que dejemos de hacerlo la temperatura subirá de forma abrupta por todos los GEI que habremos seguido acumulando. Y precisamente ese es otro de los problemas fundamentales. Que al proporcionar una "solución" mucho más cómoda al problema climático desviaremos la atención de lo verdaderamente importante: cambiar el modelo socioeconómico que nos ha traído a este sinsentido en el que nos encontramos. Porque cuando enumeramos las formas posibles de solucionar el problema climático (retirar CO2 de la atmósfera artificialmente, mejorar la capacidad de los sumideros naturales de hacer lo propio, dejar escapar más radiación de la tierra, reducir la cantidad de radiación solar que llega…) se nos olvida una fundamental que ataja el problema por lo sano: dejar de emitir CO2.

En lugar de mirar la realidad de frente, se huye hacia delante en una falsa lógica de la inevitabilidad, según la cual, si lamentablemente estamos, como parece, cambiando el clima "sin querer", ¿porqué no cambiarlo para bien de forma intencionada mediante la geoingeniería? Y es ahí donde la ingeniería climática se revela no solo como un proyecto técnico, sino también y sobre todo como un proyecto político que busca de forma desesperada mantener el statu quo. Plantear un cambio brutal en la forma que nuestra especie interacciona con la biosfera precisamente para que nada cambie. Y además hacerlo de espaldas a la ciudadanía, sin debate social. Hay quienes afirman que el tiempo de la democracia ha concluido ante su ineficacia para afrontar el reto climático. La geoingeniería parece empezar a dar forma a esta idea. Samuel Martín-Sosa
(Visto en
https://blogs.elconfidencial.com/


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