Al lado de desolador panorama que encontramos en países como
Rusia, Turquía o Venezuela los problemas de los periodistas en EEUU o
Europa son peccata minuta. Eso, obviamente, no significa que los
periodistas occidentales no encuentren trabas e inconvenientes, pero,
como en otras muchas cosas, son problemas del primer mundo. A nosotros
pueden parecernos intolerables pero un eritreo o un nicaragüense los
cambiarían por los suyos con los ojos cerrados.
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Los problemas de la prensa y de quienes la hacen posible en Europa y EEUU son de una doble naturaleza. Por un lado, están los económicos, por otro los derivados de la credibilidad decreciente de los periodistas.
Dar noticias no es un buen negocio. Realmente nunca lo fue. Informar es caro. Si a la información queremos añadirle valor en forma de análisis y valoración su coste sube aún más porque los periodistas bien formados, con fuentes y experiencia no abundan, por lo que son más costosos.
Hace 25 años en una ciudad como Madrid, la tercera por tamaño de la Unión Europea, sólo había cuatro diarios generalistas, cuatro cadenas de radio, cinco canales de televisión y un puñado de revistas especializadas. En provincias se sumaba el diario local, que solía ser el más leído, aunque sólo fuese por las esquelas. Por debajo de eso imperaba el amateurismo, los periódicos de barrio atestados de publicidad y los fanzines.
Hoy se publica en un día más de lo que seríamos capaces de leer, ver o escuchar en toda nuestra vida. Esto ha ocasionado serios problemas financieros a los grupos mediáticos creados entre los años 80 y 90. Algunos llegaron a ser tan poderosos que la política bailaba al son que ellos tocaban. Fueron los años de los grandes señores de la prensa como Rupert Murdoch, Ted Turner, Axel Springer, Leo Kirch, Gustavo Cisneros, Carlos Slim, Jesús de Polanco o Silvio Berlusconi. Este último terminó dando el salto a la política y llegó a primer ministro en tres ocasiones.
La irrupción en varias oleadas de la prensa digital, la televisión a la carta y las redes sociales acabó con los cárteles mediáticos que, más que producto de la legislación, eran producto de la tecnología disponible. Hasta hace no tanto tiempo había libertad de prensa, pero ejercerla profesionalmente costaba mucho dinero.
Hoy nos puede parecer sorprendente, pero en 1995 poner en el aire una simple emisora de radio era tremendamente costoso. Además de una licencia administrativa, hacían falta instalaciones y equipos de emisión que no estaban al alcance de cualquiera. No digamos ya de un periódico de gran tirada, que necesitaba centenares de empleados muy especializados y una gran red de distribución. Los canales de televisión eran palabras mayores, un lujo reservado para muy pocos. Emitir un minuto de televisión era simplemente prohibitivo.
Los grandes se han encontrado con un escenario que ni en sus peores pesadillas podrían haber vislumbrado al empezar el siglo. Tienen que competir en un mercado inmenso, cambiante y fracturado. No existe ya público cautivo que aguanta lo que le echen. Para tratar de sobrevivir los transatlánticos mediáticos escogieron el sensacionalismo con idea de captar audiencia y tráfico web a cualquier coste. El famoso clickbait de la prensa digital o los programas de telerrealidad omnipresentes en las grandes cadenas de televisión.
Tanto Trump como sus asesores sabían que dos de cada tres norteamericanos no se fían de los periódicos, de modo que los puso en la diana. Hizo lo que los medios vienen haciendo desde hace décadas, apelar al sesgo de confirmación del lector, el oyente y el espectador. Los magnates de la prensa lo descubrieron en los setenta. El público no quiere oír la verdad, sino confirmar sus prejuicios. Para los prejuicios demócratas estaba la CNN, para los republicanos la Fox. Todos contentos y a hacer caja.
Trump, a fin de cuentas, es un producto de la televisión sensacionalista, la del Gran Hermano y la telerrealidad, que nació con el siglo y que ha hecho ganar fortunas a los grandes emporios mediáticos. Es un hijo de esos mismos medios a los que ahora ataca sin piedad. The Apprentice no era un canal de YouTube, sino uno de los programas con más audiencia de la NBC.
Cuando empezó a emitirse The Apprentice en enero de 2004 Donald Trump era un empresario de 58 años, un fósil viviente de los felices 80 que había encadenado las quiebras, los divorcios y los escándalos. Pero la NBC le presentaba como un tipo respetable, un mago de los negocios. La gente lo creía porque quería creerlo.
Trump lo sabe, por eso persevera en sus ataques a los medios tradicionales, que sabe desprestigiados y que, en muchos casos, atraviesan serios problemas de viabilidad. Lo hace a través de Twitter y de pequeños digitales especializados, lo que da fe de que ha entendido la jugada a la perfección.
Ni de la ruina económica ni de sus problemas de credibilidad es responsable Trump. Ya estaban ahí. La credibilidad la perdieron cuando jugaron a ser simples voceros del poder. Sus apuros financieros son los propios de un modelo de negocio cuyo momento pasó y que nunca regresará. Es curioso que, con lo dados que son los periodistas a mirarse el ombligo, no se hayan dado cuenta aún de algo tan elemental y culpen de sus problemas a un producto de la vieja prensa que dicen defender.
Foto Mroach
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Los problemas de la prensa y de quienes la hacen posible en Europa y EEUU son de una doble naturaleza. Por un lado, están los económicos, por otro los derivados de la credibilidad decreciente de los periodistas.
Dar noticias no es un buen negocio. Realmente nunca lo fue. Informar es caro. Si a la información queremos añadirle valor en forma de análisis y valoración su coste sube aún más porque los periodistas bien formados, con fuentes y experiencia no abundan, por lo que son más costosos.
Hace 25 años en una ciudad como Madrid, la tercera por tamaño de la Unión Europea, sólo había cuatro diarios generalistas, cuatro cadenas de radio, cinco canales de televisión y un puñado de revistas especializadasMientras hubo pocos medios de comunicación, ya porque áreas enteras del negocio como la televisión estaban en manos del Estado, ya porque las barreras de entrada eran muy altas, no hubo demasiados problemas. La industria tal y como estaba concebida era sostenible y hasta dejaba dinero, a veces incluso grandes cantidades de dinero.
Hace 25 años en una ciudad como Madrid, la tercera por tamaño de la Unión Europea, sólo había cuatro diarios generalistas, cuatro cadenas de radio, cinco canales de televisión y un puñado de revistas especializadas. En provincias se sumaba el diario local, que solía ser el más leído, aunque sólo fuese por las esquelas. Por debajo de eso imperaba el amateurismo, los periódicos de barrio atestados de publicidad y los fanzines.
Hoy se publica en un día más de lo que seríamos capaces de leer, ver o escuchar en toda nuestra vida. Esto ha ocasionado serios problemas financieros a los grupos mediáticos creados entre los años 80 y 90. Algunos llegaron a ser tan poderosos que la política bailaba al son que ellos tocaban. Fueron los años de los grandes señores de la prensa como Rupert Murdoch, Ted Turner, Axel Springer, Leo Kirch, Gustavo Cisneros, Carlos Slim, Jesús de Polanco o Silvio Berlusconi. Este último terminó dando el salto a la política y llegó a primer ministro en tres ocasiones.
La irrupción en varias oleadas de la prensa digital, la televisión a la carta y las redes sociales acabó con los cárteles mediáticos que, más que producto de la legislación, eran producto de la tecnología disponible. Hasta hace no tanto tiempo había libertad de prensa, pero ejercerla profesionalmente costaba mucho dinero.
Hoy nos puede parecer sorprendente, pero en 1995 poner en el aire una simple emisora de radio era tremendamente costoso. Además de una licencia administrativa, hacían falta instalaciones y equipos de emisión que no estaban al alcance de cualquiera. No digamos ya de un periódico de gran tirada, que necesitaba centenares de empleados muy especializados y una gran red de distribución. Los canales de televisión eran palabras mayores, un lujo reservado para muy pocos. Emitir un minuto de televisión era simplemente prohibitivo.
Hoy, en cambio, gracias a la difusión de la red, la velocidad de transmisión de datos y la bajada dramática de precio de cámaras y equipos de grabación cualquiera puede ser una estrella audiovisualHoy, en cambio, gracias a la difusión de la red, la velocidad de transmisión de datos y la bajada dramática de precio de cámaras y equipos de grabación cualquiera puede ser una estrella audiovisual. Tan sólo hace falta un ordenador, conexión a Internet, dedicación y talento. Lo mismo puede decirse de la radio o la prensa escrita. Pequeños medios de bajísimo coste han emergido y se han quedado con porciones enteras del pastel.
Los grandes se han encontrado con un escenario que ni en sus peores pesadillas podrían haber vislumbrado al empezar el siglo. Tienen que competir en un mercado inmenso, cambiante y fracturado. No existe ya público cautivo que aguanta lo que le echen. Para tratar de sobrevivir los transatlánticos mediáticos escogieron el sensacionalismo con idea de captar audiencia y tráfico web a cualquier coste. El famoso clickbait de la prensa digital o los programas de telerrealidad omnipresentes en las grandes cadenas de televisión.
Hace tres años sólo el 34% de los españoles confían en las noticias que dan los periódicos. En EEUU el porcentaje es incluso más bajo, el 32%Esto ha dañado el otro pilar de la prensa: la credibilidad. Según un informe que hizo Reuters hace tres años sólo el 34% de los españoles confían en las noticias que dan los periódicos. En EEUU el porcentaje es incluso más bajo, el 32%. Este informe se hizo público mes y medio después de que Donald Trump anunciase su candidatura a las primarias del Partido Republicano.
Tanto Trump como sus asesores sabían que dos de cada tres norteamericanos no se fían de los periódicos, de modo que los puso en la diana. Hizo lo que los medios vienen haciendo desde hace décadas, apelar al sesgo de confirmación del lector, el oyente y el espectador. Los magnates de la prensa lo descubrieron en los setenta. El público no quiere oír la verdad, sino confirmar sus prejuicios. Para los prejuicios demócratas estaba la CNN, para los republicanos la Fox. Todos contentos y a hacer caja.
Trump, a fin de cuentas, es un producto de la televisión sensacionalista, la del Gran Hermano y la telerrealidad, que nació con el siglo y que ha hecho ganar fortunas a los grandes emporios mediáticos. Es un hijo de esos mismos medios a los que ahora ataca sin piedad. The Apprentice no era un canal de YouTube, sino uno de los programas con más audiencia de la NBC.
Cuando empezó a emitirse The Apprentice en enero de 2004 Donald Trump era un empresario de 58 años, un fósil viviente de los felices 80 que había encadenado las quiebras, los divorcios y los escándalos. Pero la NBC le presentaba como un tipo respetable, un mago de los negocios. La gente lo creía porque quería creerlo.
A los magnates de los medios el monstruo que crearon tratando de hacer dinero se les ha escapado de las manos y ahora arremete contra ellosA los magnates de los medios el monstruo que crearon tratando de hacer dinero se les ha escapado de las manos y ahora arremete contra ellos. Hoy sigue en las mismas, interpretando el papel que sus seguidores quieren ver. La cámara de eco de las redes sociales y los medios de nicho hacen el resto.
Trump lo sabe, por eso persevera en sus ataques a los medios tradicionales, que sabe desprestigiados y que, en muchos casos, atraviesan serios problemas de viabilidad. Lo hace a través de Twitter y de pequeños digitales especializados, lo que da fe de que ha entendido la jugada a la perfección.
Ni de la ruina económica ni de sus problemas de credibilidad es responsable Trump. Ya estaban ahí. La credibilidad la perdieron cuando jugaron a ser simples voceros del poder. Sus apuros financieros son los propios de un modelo de negocio cuyo momento pasó y que nunca regresará. Es curioso que, con lo dados que son los periodistas a mirarse el ombligo, no se hayan dado cuenta aún de algo tan elemental y culpen de sus problemas a un producto de la vieja prensa que dicen defender.
Foto Mroach
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