La razón científica como dispositivo de dominación
Por Tomás Ibáñez
Movimiento Libertario
La
importancia adquirida por la ciencia y por el conocimiento científico
en las sociedades modernas se debe, sin duda, a la utilidad de sus
aportaciones tanto para la comprensión de los fenómenos naturales y
sociales, como para intervenir sobre ellos produciendo riqueza y
bienestar, o explotación y perjuicios. Este texto se centra en otra de
las razones que explican la importancia de la ciencia, y que no es otra
que su configuración como uno de los dispositivos de dominación más
eficaces de nuestra época, y procura desmontar los mecanismos más
insidiosos de ese dispositivo, afrontando directamente la problemática
de la propia “razón científica”.
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“ ¿No sería preciso preguntarse sobre
la ambición de poder que conlleva la
pretensión de ser ciencia?” .
Michel Foucault.
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LA
RAZÓN CIENTÍFICA ES REACIA A ORIENTAR SU POTENCIAL CRÍTICO HACIA ELLA
MISMA Y HACIA SUS PRINCIPIOS MÁS FUNDAMENTALES. NOS DICE QUE HAY QUE
DUDAR DE TODO, QUE HAY QUE CUESTIONARLO TODO… SALVO LA PROPIA RAZÓN
CIENTÍFICA.
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La ciencia perdió su inocencia en Hiroshima, y una parte de la opinión dejó de avalar el confiado y hasta entusiasta cheque en blanco que le había extendido la Ilustración. El progreso del conocimiento científico ya no parecía garantizar necesariamente un mejor futuro y comenzaron a arreciar unas dudas y unas críticas hacia los peligros de su desarrollo y de sus aplicaciones que hasta entonces anidaban preferentemente, y con otras connotaciones, en los sectores más oscurantistas y más retrógrados de la sociedad.
Aun
reconociendo la pertinencia de esas dudas y de esas criticas no es esa
la línea que voy a desarrollar aquí. Tampoco voy a entrar en el análisis
de las evidentes conexiones de la ciencia y los núcleos de poder tanto
políticos como económicos. La forma en la que se orienta y se utiliza la
ciencia desde las diversas instancias del poder así como la manera en
la que el saber científico confiere poder a quien lo posee, o tiene los
medios de hacerse con él, son cuestiones sumamente pertinentes pero a
las que tan solo aludiré de paso. Lo que pretendo cuestionar en este
texto es lo que considero como el meollo de la cuestión, es la razón
científica ella misma, en tanto que ha adquirido unas características
que la convierten directamente en un extraordinario dispositivo de
poder.
Quiero precisar, para empezar, que la cuestión de la ciencia no me interesa per se,
mi motivación para abordarla no es de tipo epistemológico, sino que
responde a la voluntad claramente política de contribuir aunque sea
mínimamente a debilitar los dispositivos de poder a los que estamos
sometidos. También quiero dejar claro que no cuestiono en absoluto el
valor de las aportaciones científicas a pesar de que algunas de sus
aplicaciones en el campo de las tecnologías, incluidas las tecnologías
sociales, no estén exentas de importantes efectos perjudiciales, o
incluso imperdonablemente letales como en la mencionada barbarie de
Hiroshima.
Bien sabemos que el conocimiento científico es cumulativo y autocorregible,
y que uno de los grandes méritos de la ciencia consiste en que nunca da
nada por definitivo, dirigiendo permanentemente su enorme capacidad
crítica hacia sus propios resultados, examinándolos una y otra vez hasta
detectar la parte de error que contienen y procurar corregirla. Sin
embargo, hay una cosa que la ciencia se resiste a hacer y un riesgo que
se niega a correr. La razón científica es reacia a orientar su potencial
crítico hacia ella misma y hacia sus principios más fundamentales. Nos
dice que hay que dudar de todo, que hay que cuestionarlo todo… salvo la
propia razón científica. Nos concede que todo lo que se encuentra
histórica y culturalmente situado puede variar con el transcurso del
tiempo … pero exceptúa de esa variabilidad socio-histórica la propia
razón científica pese a que esta también se constituye y se desarrolla
en un determinado contexto histórico. Nos advierte, por fin, que si bien
es cierto que los conocimientos científicos cambian en la medida en que
se amplían y se hacen más precisos, sin embargo, los criterios que
definen la razón científica son, por su parte, transhistóricos,
universales e inmutables.
Nadie
duda de que la ciencia constituye hoy un enorme dispositivo de poder y
se suele admitir que existen múltiples relaciones de subordinación entre
las instancias de poder, por una parte, y el saber científico por otra.
Unas relaciones de subordinación que son recíprocas y que transitan en
ambas direcciones, tanto desde el poder hasta el saber como desde el
saber hasta el poder. En efecto, el saber queda subordinado al poder en
la medida en que este último tiene la capacidad de encarrilar la
investigación científica en las direcciones que mejor le convienen y de
apropiarse sus resultados para usarlos en provecho propio. Por su parte,
el poder queda subordinado al saber en la medida en que la elaboración y
la posesión de este último proporciona poder: quien sabe puede, y
puede, entre otras cosas, subyugar a quien no sabe.
LA
CIENCIA ES VISTA COMO LA FUENTE DE UN DISCURSO DOTADO DE CAPACIDAD
VERIDICTIVA, ENTENDIENDO POR VERIDICCIÓN EL HECHO DE DECIR LEGÍTIMAMENTE
VERDAD Y DE PODER EXIGIR, POR LO TANTO, EL DEBIDO ACATAMIENTO A LOS
CONTENIDOS DE SU DISCURSO.
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Si
bien se reconoce la existencia de esas relaciones de subordinación, y
también de las relaciones de poder que circulan profusamente en el seno
de la institución científica (laboratorios, universidades etc.), se
atribuyen, sin embargo, a factores que son externos a la propia
naturaleza del conocimiento científico porque si este estuviese
atravesado por relaciones de poder perdería ipso facto toda
credibilidad, toda eficacia y hasta sus propias señas de identidad. El
hecho de que el poder no intervenga en los procedimientos y en la
constitución de los conocimientos científicos representa una condición sine qua non
para la propia existencia de la racionalidad científica, y se entiende
por lo tanto que desde el discurso oficial de la institución científica y
de sus defensores se procure borrar cualquier traza de una eventual
relación entre el conocimiento científico y el poder.
En ese sentido la ciencia se presenta a como intrínsecamente democrática,
ya que ofrece sus resultados al escrutinio público y permite que
cualquiera compruebe la validez de sus enunciados. Eso sí, se reconoce
que ese carácter democrático, en teoría, topa con algunas restricciones
en la práctica. En primer lugar, esa comprobación exige que se disponga
de los medios materiales necesarios para llevarla a cabo, lo cual
excluye a buena parte de la población. En segundo lugar, se requiere una
buena comprensión del conocimiento que se trata de comprobar y la
posesión de las habilidades requeridas para hacerlo, con lo cual todo
queda finalmente en manos de los expertos y de los propios científicos.
Por fin, se requiere la conformidad con los criterios que definen el
conocimiento científico, es decir la aceptación y la aplicación de las reglas del juego dictadas por la razón científica.
Es
cierto que la racionalidad científica no es la única forma de
racionalidad que se revela útil para la producción de conocimientos y
para sustentar las distintas actividades desarrolladas por los seres
humanos, pero es, sin duda, una de las más valiosas y, como ya lo he
dicho, no pretendo menospreciarla en lo más mínimo. Sin embargo, resulta
que esa peculiar forma de racionalidad se fue insertando poco a poco en
un complejo entramado ideológico que acabó por convertirla en un
potente dispositivo de poder. Los conocimientos científicos adquirieron
así unas características que no forman parte de la racionalidad
científica en tanto que tal, sino que provienen de la ideología que la
convierte en un eficaz dispositivo de poder bajo la forma de una
peculiar retórica de la verdad. Como suele ocurrir con las ideologías,
esa ideología queda invisibilizada en tanto que ideología y pasa a ser
considerada como formando parte de la propia definición de la
racionalidad científica.
De
hecho, la retórica de la verdad que desarrolla la ciencia ha logrado
ocupar una posición hegemónica convirtiéndose en la más potente de todas
las retóricas de la verdad presentes en las sociedades modernas y está
claro que sus efectos de poder se sitúan a la altura de esa potencia.La verdad científica
Pese
a que gran parte del colectivo científico considera que las
formulaciones de la ciencia constituyen tan solo verdades provisionales a
la espera de ser superadas por la propia dinámica investigadora, no
deja de ser cierto que para amplios sectores de la población la razón
científica se ha constituido progresivamente en el fundamento moderno de
la verdad, y las prácticas científicas se han impuesto como las únicas
prácticas legítimamente capacitadas para producir verdad. La ciencia es
vista como la fuente de un discurso dotado de capacidad veridictiva,
entendiendo por veridicción el hecho de decir legítimamente verdad y de
poder exigir, por lo tanto, el debido acatamiento a los contenidos de su
discurso.
La
importancia que reviste la cuestión de la verdad en nuestra
representación de la racionalidad científica justifica que abramos un
pequeño paréntesis para formular algunas consideraciones al respecto.
Cabe recordar, por ejemplo, que más allá de la clásica e insostenible
definición de la verdad como adecuación con el objeto, lo que prevalece
en la actualidad es un enfoque deflacionista según el cual no hay
ninguna esencia de la verdad, no hay algo así como la verdad de aquello
que es verdadero, de la misma forma que no hay nada así como, pongamos
por caso, la puntiagudez de aquello que es puntiagudo. No hay nada en
común que compartan todas las creencias que calificamos de verdaderas,
aparte del hecho que las califiquemos como tales. Esto significa que la
verdad no es una propiedad de ciertas creencias o proposiciones, y
tampoco es una propiedad de la relación entre ciertas proposiciones y el
mundo. La verdad no es nada más que una simple función lingüística, y
lo único que cabe hacer en relación con ella es establecer cual es el
funcionamiento semántico del predicado “verdadero” con el cual
calificamos ciertos enunciados.
LA
FORMA GENERAL QUE TOMAN LAS RETÓRICAS DE LA VERDAD CONSISTE EN SITUAR
LA FUENTE DE LA ENUNCIACIÓN LEGÍTIMA DE LA VERDAD EN UN METANIVEL QUE
TRASCIENDE AL SER HUMANO Y A SUS PRACTICAS.
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También
cabe recordar, de paso, que las mayores atrocidades se han cometido,
con bastante frecuencia, en nombre de la verdad. La religión verdadera
lanzó las cruzadas, creó la Inquisición y masacró a los calvinistas. El
culto a la razón y a la verdad presidió al terror que sucedió a la
revolución francesa. La Pravda, que es como se llama a la verdad en
ruso, justificó el terror bolchevique, y fue con verdades supuestamente científicas cómo los nazis
aplastaron
cráneos de judíos e izquierdistas. Ciertamente, los peores peligros no
provienen tanto de los ataques a la verdad, como de la creencia en la
verdad, sea su fuente la religión, la ciencia, o cualquier otra
instancia, pero cerremos este paréntesis y volvamos a la cuestión de la
ciencia convertida en retórica de la verdad.
La
forma general que toman las retóricas de la verdad consiste en situar
la fuente de la enunciación legitima de la verdad en un metanivel que
trasciende al ser humano y a sus practicas. El ejemplo más claro ha
consistido tradicionalmente en situar la fuente de los discursos
verdaderos en la esfera de la divinidad o de lo sobrenatural y dotar a
determinas personas de un acceso privilegiado a esas fuentes.
El
gran trabajo de secularización llevado a cabo por la Ilustración
permitió devolver al mundo terrenal los asuntos humanos que dependían de
Dios, ensanchando con ello la capacidad de decisión y la libertad de
las personas. Sin embargo, al abonar el terreno para el desarrollo de la
retórica de la verdad científica fue la propia Ilustración la que
volvió a instituir un metanivel que arrebataba nuevamente al ser humano
las decisiones sobre la verdad, remitiéndolas a la razón científica.
La objetividad
Para
ilustrar la retórica de la verdad científica me limitaré aquí al caso
particular de las ciencias empíricas (tanto naturales como sociales),
pero se podría desarrollar un análisis similar respecto de las ciencias
exactas. Me centraré especialmente sobre el concepto de la objetividad
en tanto que constituye uno de los conceptos nucleares de esas ciencias
(exceptuando, claro está, las que tratan con las partículas y con el
ámbito cuántico).
La
objetividad remite al hecho de que el método utilizado, es decir las
reglas de procedimiento que se siguen para producir conocimientos
científicos, debe garantizar que las condiciones de producción del
conocimiento no estén inscritas en ese conocimiento y no lo determinen.
Eso significa que:
• las
características de los instrumentos utilizados no deben incidir en el
resultado obtenido (por lo tanto, para justificar su objetividad hay que
borrar las huellas que las técnicas y los procedimientos utilizados
hubiesen podido dejar en él).
• las
características del contexto socio-histórico no deben influir sobre el
resultado obtenido (por lo tanto, hay que borrar las huellas que las
condiciones socio-históricas hubiesen podido dejar en el conocimiento
producido).
• las
características del sujeto productor de conocimiento, no deben marcar
los resultados obtenidos (por lo tanto, hay que borrar las huellas que
el agente humano hubiese podido dejar en ellos).
El
método científico es presentado, por lo tanto, como un proceso que
garantiza la autonomización del producto, en este caso el conocimiento
científico, respecto de sus particulares condiciones de producción. Para
conseguir esa separación entre el producto y el proceso se definen unas
reglas de procedimiento que aseguran que la producción del conocimiento
científico se realiza en términos de un proceso sin sujeto y de un
proceso desde ningún lugar, o, lo que es lo mismo, desde un lugar
genérico, carente de cualquier atributo, y, por lo tanto, ajeno al mundo
terrenal. Se trata, por así decirlo,del mito de la inmaculada
concepción aplicado esta vez al quehacer científico.
Otra
consideración que abunda en el mismo sentido, entre las muchas que se
podrían traer a colación, es que ante la infradeterminación de la teoría
por la evidencia empírica disponible, es decir ante el hecho de que
para cualquier conjunto de datos siempre existen varias teorías que son
compatibles con esos datos aunque estas teorías sean contradictorias
entre ellas, solo queda el recurso a la decisión razonada del sujeto
para optar por la más adecuada.
Siguiendo
en esa misma línea de defensa de la objetividad se nos dice que los
enunciados científicos deben ser confrontados con el tribunal de los
hechos y que el veredicto de ese tribunal es inapelable. De esa forma ya
no son los seres humanos sino que es la propia realidad la que actúa
como juez último de la validez de los enunciados, confirmándolos o
desmintiéndolos. En definitiva, se nos sugiere que son los hechos los
que hablan y los que dicen si tal o cual proposición es acertada o no lo
es.
Mucho
me temo que esa forma de plantear las cosas constituye otra falacia y
no puede sino evocar un autentico ejercicio de ventriloquia ya que los
hechos permanecen estrictamente mudos hasta que el científico no les
presta su voz, disimulando cuidadosamente, eso sí, que la voz con la
cual los hechos parecen hablar proviene de su propia garganta.
No
hay vuelta de hoja, a partir del momento en que se sostiene que el
procedimiento para acceder a la realidad y aprehenderla de forma
objetiva no afecta esa aprehensión, se debería aclarar cómo se puede
acceder a algo con total independencia del modo de acceder a ello. Y
resulta que la única forma de conseguirlo consistiría en situarse en un
lugar que corresponda al “punto de vista de Dios”. Curiosamente, la
retórica de la verdad científica viene a decirnos implícitamente que la
ciencia logra situarse en ese preciso punto.
Inmaculada
concepción, ventriloquia, y adopción del punto de vista de Dios….
demasiadas cosas extrañas para que podamos otorgar credibilidad a la
concepción de la ciencia que la convierte en un instrumento de poder, es
decir a la retórica de la verdad científica.
Cuando
se nos dice que el conocimiento válido sobre la realidad es el que se
corresponde con la forma en que la realidad es efectivamente, o cuando
se nos dice que “el conocimiento de X” es un conocimiento
científicamente válido si (y sólo si) representa, describe, explica,
modeliza (etc, etc.) adecuadamente, o correctamente, o verdaderamente, o
fielmente, aquello de lo cual es conocimiento, se abren dos grandes
dudas que pronto se convierten en dos importantes objeciones.Conocimiento y realidad
La
primera duda surge cuando nos preguntamos ¿Cómo podemos saber si tal o
cual conocimiento se corresponde efectivamente con la realidad? Y la
única respuesta posible es: comparándolos. Ahora bien, comparar
significa acceder de forma independiente a cada uno de los términos que
se trata de comparar, porque no se puede comparar dos cosas A y B si se
define una en términos de la otra, B en términos de A, o viceversa.
Y,
claro, aquí surge la primera objeción: ¿Cómo puedo comparar mi
conocimiento del mundo con un mundo definido con independencia de mi
conocimiento del mundo? ¿Cómo puedo comparar mi “conocimiento de X”, con
un “X” que no conozco? En otros términos, ¿Cómo puedo comparar una
descripción del mundo, con un mundo no descrito? Ciertamente, puedo
comparar diversas versiones del mundo y elegir la que me parezca la más
convincente, la más útil o la que ofrece mayor garantía. Sien embargo,
nunca puedo comparar el mundo con una determinada versión del mundo
porque no puedo saber cómo es el mundo con independencia de cualquier
versión. ¿Alguien puede decirnos cómo es la realidad no conceptualizada?
En
realidad cuando decimos que comparamos enunciados acerca de los hechos
con los propios hechos, siempre estamos comparando enunciados acerca de
los hechos con nuestro conocimiento de esos hechos, nunca directamente
con un hecho.
Por
otra parte, como el conocimiento toma la forma de enunciados más o
menos formalizados que se expresan en un determinado lenguaje (cercano o
alejado del llamado lenguaje ordinario), surge la segunda gran pregunta
que consiste en saber si podemos comparar “trozos de lenguaje”, con
“trozos del mundo”. Y aquí surge inmediatamente la segunda objeción: no
podemos hacerlo, no podemos hacerlo por la sencilla razón de que no
podemos salir del lenguaje (sea cual sea su tipo ) para decir cómo es el
mundo con independencia del lenguaje en el cual lo describimos y lo
explicamos.
En
definitiva, está claro que no podemos ver la realidad desde fuera de la
realidad para saber cómo sería si no estuviésemos en ella. Cuando
hablamos de la realidad, estamos hablando de algo de lo cual formamos
parte, estamos hablando de una entidad que nos engloba como elemento
constitutivo. No podemos separar sus características de las nuestras,
porque nuestras características están en su seno y forman parte de ella,
o, dicho de otra forma, la realidad tiene las características que tiene
porque somos como somos. Y si fuéramos diferentes la realidad también
sería diferente.
NUNCA PUEDO COMPARAR EL MUNDO CON UNA DETERMINADA VERSIÓN DEL MUNDO PORQUE NO PUEDO SABER CÓMO ES EL MUNDO CON INDEPENDENCIA DE CUALQUIER VERSIÓN. |
En
tanto que somos componentes de la realidad, sólo podemos acceder a cómo
es la realidad en función de nuestras características, nunca con
independencia de ellas. Los objetos que individualizamos como tales en
la realidad, no poseen propiedades en sí mismos, sus propiedades
resultan de nuestra interacción con ellos. En definitiva, atribuimos a
la realidad propiedades que son bien reales pero que no están sino en
nuestra manera de tratar con ella.
El
hecho de que sólo podemos conocer, no la realidad, sino el resultado de
nuestra inserción en ella, y que, por lo tanto, no es independiente de
nosotros, cuestiona la estricta dicotomía sujeto/objeto que se suele
asumir como una condición para que el conocimiento científico sea
posible.
Para
mayor inri no es solamente la dicotomía sujeto/objeto la que plantea
problema, sino también cierta concepción de lo que es propiamente “un
objeto”. Se suele pensar que la realidad es como un contenedor de
objetos y de relaciones entre objetos, con lo cual el mundo estaría
compuesto por cierto número de objetos y de relaciones entre ellos.
Ahora bien, ¿en qué consiste un objeto? Sin ni siquiera entrar en la
cuestión de las características o de las propiedades de un objeto,
podemos ir a lo más simple y convenir que un objeto es todo aquello que
podamos tomar como un valor de una variable de cuantificación, o sea,
todo aquello de lo cual podemos decir que hay uno o varios de ello.
Resulta,
sin embargo, que ni siquiera podemos decir cuántos objetos hay en un
determinado segmento de la realidad si antes no tomamos una decisión
sobre lo que va a contar como un objeto. Por ejemplo, un libro es un
objeto, pero cada una de sus páginas también, y cada una de sus palabras
también, y cada una de sus letras…etc. Con lo cual cuando estamos
frente a un libro no podemos contestar a la pregunta ¿Cuántos objetos
hay aquí? Si previamente no hemos tomado una decisión puramente
convencional acerca de lo que vamos a considerar como “un objeto”, es
decir como la unidad de nuestra variable de cuantificación. Y eso es así
para cualquier segmento de la realidad que contemplemos, incluso si
vamos al nivel de las partículas elementales.
Creo
que la argumentación crítica desarrollada hasta aquí acerca de lo que
sustenta la pretensión a la objetividad formulada por la razón
científica indica, cuanto menos, que esa pretensión es opinable, y
dispara la sospecha de que tanta insistencia en reclamar para sí los
atributos de la veridicción puede encubrir el desarrollo de mecanismos
de poder. El hecho de poner al descubierto algunas de las falacias sobre
las que descansa la retórica de la verdad científica puede ayudar a
hacer descender la razón científica del metanivel en el que la ha
situado la ideología dominante, y eso ya constituye un paso en dirección
a fomentar prácticas de libertad.
He
de precisar que las criticas que he expuesto apuntan a la concepción
más ampliamente compartida de la naturaleza de las ciencias empíricas,
es decir, a la concepción realista con sus múltiples corrientes. Sin
embargo, existen otros enfoques que escapan a algunas de esas críticas.
Por ejemplo el punto de vista convencionalista, o el punto de vista
instrumentalista, para el cual las teorías científicas son operadores
(instrumentos) que nos permiten actuar sobre los objetos sin que podamos
decir si eso se debe a que describen de forma correcta la realidad o
no, o también el punto de vista pragmatista que rechaza cualquier
intento de fundamentar el conocimiento científico sobre algo que vaya
más allá del reconocimiento de su utilidad para ciertos propósitos.
Sin
embargo, la existencia de variadas concepciones epistemológicas no
quita que el discurso dominante acerca de la ciencia, así como su imagen
más generalizada, la constituyen como una retórica de la verdad y le
otorgan por lo tanto la capacidad de actuar como un dispositivo de
dominación dotado de una extraordinaria potencia. Eso constituye, a mi
entender, una razón más que suficiente para que seamos claramente
beligerantes contra las pretensiones de la razón científica y las
falacias a las que recurre para hacernos creer que no tenemos más
remedio que someternos a su imperio.
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