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De equidistancia y banalidad. A propósito de los nazis de Charlottesville
Daniel Bernabé
Protesta contra el odio de los supremacistas de Charlottesville. Foto: Michael Sessum (Flickr)
“El fascismo es capitalismo más asesinato”.
Upton Sinclair
Las conmociones de lo evidente son las peores porque nos sitúan delante de una obviedad inquietante que habíamos pasado por alto, seguramente, por esa búsqueda de la tranquilidad que nos lleva a echarnos a dormir en brazos de la mentira. El otro día, a propósito de Charlottesville, andaba pensando en que ya había pasado más tiempo desde el momento presente hasta el año de mi nacimiento, el 80, que desde esa fecha hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, lo que me dejó helado. No había reparado en lo realmente cerca, en tiempo histórico, que mi infancia había estado de los stukas lanzando bombas, de los aliados intentado tomar aquel puente tan lejano o de Steve McQueen sonriendo sardónico a sus captores alemanes.
La confusión es premeditada. Durante mi infancia los nazis eran los malos, de eso no cabía duda. Lo sabíamos porque nuestros héroes, como Indiana Jones, les odiaban, porque hablaban con un acento tosco que no invitaba a la simpatía y porque perdían. Supongo que para un niño eso es suficiente, eso es todo lo que necesita saber. El problema es que los nazis nunca dejaron de ser los malos para la mayoría, nunca dejaron de ser unos títeres narrativos antagonistas de películas que, aun bienintencionadas, no tenían entre sus aspiraciones mayor meta que la de entretener. Ya de adolescentes, incluso adultos, casi nadie parecía preguntarse por qué España nunca aparecía en esas películas, si además de aquellos valientes soldados aliados alguien más había participado en la Guerra y, lo que es peor, por qué y de dónde había surgido aquella gente tan mala. La cierta simplicidad de la infancia quedó convertida en trivialidad adulta y aquel suceso histórico clave quedó confinado a un país y a una época, que parecía lejanísima, escindido de nuestro presente, presuntamente desactivado.
Sin embargo sería un error echar la culpa de la banalización del mal al cine. De hecho, si muchas personas no interesadas en política han reaccionado con estupor, miedo e indignación ante los sucesos de Charlottesville no ha sido a pesar de estas películas, sino seguramente gracias a ellas. Que hoy la extrema derecha se muestre por medio mundo a cara descubierta tiene muchas causas pero una sola madre, el olvido premeditado de que el antifascismo es una de las primeras condiciones de ciudadanía, que era algo que no sólo se recogió en algunas constituciones europeas, sino un consenso de hierro que los habitantes de medio mundo tenían grabado a fuego. Entre otras cosas, además, sabían que el ascenso del fascismo había sido causa directa de un capitalismo desenfrenado que se había destruido a sí mismo a finales de los años veinte, que había sido la respuesta, fanática y criminal, que las élites de sus países habían apoyado de manera indisimulada para frenar la revolución. Y lo sabían porque las ruinas aún humeaban, porque todos habían perdido a alguien querido en aquel desastre y, porque muchos, eligieron oponerse y luchar. Supongo que casi nadie, a finales de los años cuarenta, pensaba que los nazis caminarían de nuevo alguna vez.
Sin embargo, en 1947, un grupo de intelectuales extremistas del libre mercado se unieron en la Sociedad del Mont Pelerin con la intención de destruir los consensos de posguerra, entre ellos el de que, por seguridad, el capitalismo debía estar regulado para evitar las grandes diferencias sociales que habían provocado el desastre. Las élites nunca perdieron su poder, pero conspiraron los siguientes 30 años para que volviera a ser omnímodo. A principios de los ochenta, con la llegada de Reagan y Thatcher, consiguieron su objetivo: la restauración neoliberal había comenzado. Entre otras claves, para llevar adelante su proyecto, lo primero que debían hacer era eliminar, no ya la ideología de izquierdas, sino el concepto de ideología en sí mismo. Dar a entender que la política, la conducción común de los asuntos esenciales en sociedad, era poco más que un mal necesario y que como tal sólo había una forma de llevarla a cabo, la suya. Y tuvieron éxito. Los ciudadanos pasaron a ser consumidores, la clase trabajadora se olvidó de sí misma y la gente cedió su responsabilidad a un grupo de profesionales que cada vez se movían más por intereses oscuros e inconfesables.
Que Donald Trump se pueda permitir una falsa equidistancia -y por tanto una toma de partido- entre los nazis de Charlottesville y los manifestantes que fueron a pararles no es nada inédito. Fue la posición adoptada por medios, tan liberales y centristas, como así recoge este artículo en la revista Jacobin, hasta que la brutalidad del atentado con víctimas mortales les hizo recular en sus posiciones. Al fin y al cabo, en clave nacional, la frase “radicales de ambos signos” ha sido la forma en que la prensa española ha tratado la violencia ultraderechista y el intento de un puñado de personas por detenerles en las últimas dos décadas (las hemerotecas hieden). Que a día de hoy haya quien aún culpe a los antifascistas de que su oposición frontal y sus claridad en la defensa de los derechos fundamentales favorecen a la ultraderecha porque le proporcionan un contrapunto, demuestra que se puede ser torpe, ignorante o abyecto y no despeinarte en el intento.
Trump no es la causa de Charlottesville, igual que Marine Le Pen no lo es de la aberrante política de la UE respecto a los refugiados. Ambos, y por desgracia unos pocos más, son la consecuencia más notoria de un proyecto de sociedad donde el cinismo posmoderno y la codicia neoliberal han reducido a la nada las ideas de ciudadanía y acción política, donde las personas sólo disponen de esa filosofía de baratillo de “los extremos se tocan” porque alguien decidió que era peligroso para sus intereses que los de abajo dispusiéramos de una ideología fuerte, donde no se puede confiar en los grandes medios porque antes de la posverdad ya hubo años de mentiras y manipulación, donde cualquier proyecto alternativo al existente es laminado por el totalitarismo de mercado reduciendo los horizontes de una forma asfixiante, donde existe una escisión dolorosa entre los sueños inducidos por el consumo y las opciones realmente disponibles, donde se ha sustituido la reflexión y el conocimiento por el mensaje fraccionado y una pirotecnia de estupideces, donde al haber perdido la identidad de clase ya nos vale cualquier refugio tenebroso en el que construir un nuevo yo frente a los tachados como diferentes.
Ahora que la bestia ya ha comenzado a andar me temo que se confirma que este inicio de siglo XXI tiene todos los peores vicios del XX, pero ninguna de sus virtudes. Es la hora de tomar posición, es la hora de hacerles frente, pero también de señalar a los que pusieron todo de su parte para que esto volviera a suceder.
Upton Sinclair
Las conmociones de lo evidente son las peores porque nos sitúan delante de una obviedad inquietante que habíamos pasado por alto, seguramente, por esa búsqueda de la tranquilidad que nos lleva a echarnos a dormir en brazos de la mentira. El otro día, a propósito de Charlottesville, andaba pensando en que ya había pasado más tiempo desde el momento presente hasta el año de mi nacimiento, el 80, que desde esa fecha hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, lo que me dejó helado. No había reparado en lo realmente cerca, en tiempo histórico, que mi infancia había estado de los stukas lanzando bombas, de los aliados intentado tomar aquel puente tan lejano o de Steve McQueen sonriendo sardónico a sus captores alemanes.
La confusión es premeditada. Durante mi infancia los nazis eran los malos, de eso no cabía duda. Lo sabíamos porque nuestros héroes, como Indiana Jones, les odiaban, porque hablaban con un acento tosco que no invitaba a la simpatía y porque perdían. Supongo que para un niño eso es suficiente, eso es todo lo que necesita saber. El problema es que los nazis nunca dejaron de ser los malos para la mayoría, nunca dejaron de ser unos títeres narrativos antagonistas de películas que, aun bienintencionadas, no tenían entre sus aspiraciones mayor meta que la de entretener. Ya de adolescentes, incluso adultos, casi nadie parecía preguntarse por qué España nunca aparecía en esas películas, si además de aquellos valientes soldados aliados alguien más había participado en la Guerra y, lo que es peor, por qué y de dónde había surgido aquella gente tan mala. La cierta simplicidad de la infancia quedó convertida en trivialidad adulta y aquel suceso histórico clave quedó confinado a un país y a una época, que parecía lejanísima, escindido de nuestro presente, presuntamente desactivado.
Sin embargo sería un error echar la culpa de la banalización del mal al cine. De hecho, si muchas personas no interesadas en política han reaccionado con estupor, miedo e indignación ante los sucesos de Charlottesville no ha sido a pesar de estas películas, sino seguramente gracias a ellas. Que hoy la extrema derecha se muestre por medio mundo a cara descubierta tiene muchas causas pero una sola madre, el olvido premeditado de que el antifascismo es una de las primeras condiciones de ciudadanía, que era algo que no sólo se recogió en algunas constituciones europeas, sino un consenso de hierro que los habitantes de medio mundo tenían grabado a fuego. Entre otras cosas, además, sabían que el ascenso del fascismo había sido causa directa de un capitalismo desenfrenado que se había destruido a sí mismo a finales de los años veinte, que había sido la respuesta, fanática y criminal, que las élites de sus países habían apoyado de manera indisimulada para frenar la revolución. Y lo sabían porque las ruinas aún humeaban, porque todos habían perdido a alguien querido en aquel desastre y, porque muchos, eligieron oponerse y luchar. Supongo que casi nadie, a finales de los años cuarenta, pensaba que los nazis caminarían de nuevo alguna vez.
Sin embargo, en 1947, un grupo de intelectuales extremistas del libre mercado se unieron en la Sociedad del Mont Pelerin con la intención de destruir los consensos de posguerra, entre ellos el de que, por seguridad, el capitalismo debía estar regulado para evitar las grandes diferencias sociales que habían provocado el desastre. Las élites nunca perdieron su poder, pero conspiraron los siguientes 30 años para que volviera a ser omnímodo. A principios de los ochenta, con la llegada de Reagan y Thatcher, consiguieron su objetivo: la restauración neoliberal había comenzado. Entre otras claves, para llevar adelante su proyecto, lo primero que debían hacer era eliminar, no ya la ideología de izquierdas, sino el concepto de ideología en sí mismo. Dar a entender que la política, la conducción común de los asuntos esenciales en sociedad, era poco más que un mal necesario y que como tal sólo había una forma de llevarla a cabo, la suya. Y tuvieron éxito. Los ciudadanos pasaron a ser consumidores, la clase trabajadora se olvidó de sí misma y la gente cedió su responsabilidad a un grupo de profesionales que cada vez se movían más por intereses oscuros e inconfesables.
Que Donald Trump se pueda permitir una falsa equidistancia -y por tanto una toma de partido- entre los nazis de Charlottesville y los manifestantes que fueron a pararles no es nada inédito. Fue la posición adoptada por medios, tan liberales y centristas, como así recoge este artículo en la revista Jacobin, hasta que la brutalidad del atentado con víctimas mortales les hizo recular en sus posiciones. Al fin y al cabo, en clave nacional, la frase “radicales de ambos signos” ha sido la forma en que la prensa española ha tratado la violencia ultraderechista y el intento de un puñado de personas por detenerles en las últimas dos décadas (las hemerotecas hieden). Que a día de hoy haya quien aún culpe a los antifascistas de que su oposición frontal y sus claridad en la defensa de los derechos fundamentales favorecen a la ultraderecha porque le proporcionan un contrapunto, demuestra que se puede ser torpe, ignorante o abyecto y no despeinarte en el intento.
Trump no es la causa de Charlottesville, igual que Marine Le Pen no lo es de la aberrante política de la UE respecto a los refugiados. Ambos, y por desgracia unos pocos más, son la consecuencia más notoria de un proyecto de sociedad donde el cinismo posmoderno y la codicia neoliberal han reducido a la nada las ideas de ciudadanía y acción política, donde las personas sólo disponen de esa filosofía de baratillo de “los extremos se tocan” porque alguien decidió que era peligroso para sus intereses que los de abajo dispusiéramos de una ideología fuerte, donde no se puede confiar en los grandes medios porque antes de la posverdad ya hubo años de mentiras y manipulación, donde cualquier proyecto alternativo al existente es laminado por el totalitarismo de mercado reduciendo los horizontes de una forma asfixiante, donde existe una escisión dolorosa entre los sueños inducidos por el consumo y las opciones realmente disponibles, donde se ha sustituido la reflexión y el conocimiento por el mensaje fraccionado y una pirotecnia de estupideces, donde al haber perdido la identidad de clase ya nos vale cualquier refugio tenebroso en el que construir un nuevo yo frente a los tachados como diferentes.
Ahora que la bestia ya ha comenzado a andar me temo que se confirma que este inicio de siglo XXI tiene todos los peores vicios del XX, pero ninguna de sus virtudes. Es la hora de tomar posición, es la hora de hacerles frente, pero también de señalar a los que pusieron todo de su parte para que esto volviera a suceder.
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