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Occidente contra Occidente | Página transversal
por Federico Gastón Addisi
– La quiebra de valores con la consecuente “desaparición” de la ciencia
axiológica en nuestra cultura occidental hace trascendental develar si
la misma es aún reflejo de la cosmovisión católica, como antaño lo
fuere, o si por el contrario, se ha producido un divorcio difícil de
subsanar.
Y si de valores hablamos resulta
evidente contrastar lo que la modernidad entiende por ellos con lo que
desde nuestra óptica realmente resulta valorable.
Y en este ejercicio intelectual, que obliga a una introspección en el
plano espiritual, aparecen claramente las causas y consecuencias que
distanciaron al hombre moderno de su parte espiritual, trascendental, en
definitiva, de Dios mismo.
Y si como
afirmamos, el hombre es la composición de cuerpo y alma, es vital
entender por qué y cómo éste, para los cenáculos de la ideología
imperante, se ha vuelto sólo materia.
Así
está planteada la interpelación, que suponemos, de acuciante actualidad
y fundamental importancia, iniciamos este ensayo que no busca agotar un
tema que nos supera, sino introducir al lector en una aproximación al
mismo.
Creemos que lo que ocurre en la
modernidad y por ende, en el hombre que en ella se expresa es un
profundo problema espiritual. Y si decimos esto, desde ya que situamos,
fundamentalmente, el presente estudio en lo filosófico-teológico. Y el
enfoque teológico, católico, nos fue llevando en el desarrollo del
trabajo a la filosofía perenne que lo sustenta. Los clásicos, la
patrística, la escolástica, y allí el enlace con la Antropología
Filosófica. La decadencia que ya se nos presenta como evidente, tiene su
correlato en hechos concretos, puesto que la ética modernista en la que
el relativismo es bandera es reflejo de esta sociedad de la
inmanencia, el hedonismo y materialismo.
A esta
degradación del “ser” nos fue arrastrando lo que hoy se conoce como
Occidente. ¿Pero es así realmente? Para desmadejar el asunto tenemos que
definir el objeto de estudio. Por lo tanto: ¿Qué es Occidente?
En una primera aproximación, citamos al filósofo Alberto Buela que sostiene: “Posee según nuestro criterio, los rasgos fundamentales siguientes:
a-
El indo europeo como sustrato lingüístico fundamental irrecusable. Y
aunque quiere verse allí cierto matiz oriental, ha sido, en definitiva
Occidente que le ha dado el carácter operatorio.
b-
La noción de ser aportada por la filosofía griega, que como se ha
podido con justeza afirmar “el problema de ser-en el sentido” ¿Qué es el
ser? Es el menos natural de todos los problemas…aquel que las
tradiciones no occidentales jamás presintieron ni barruntaron.
c-
La concepción del ser humano como persona, esto es como un “ser moral
libre” como gustaba definirla Max Scheller. Este concepto conjuntamente
con aquel de la propiedad privada, como el espacio de expresión de la
voluntad libre según la definición de Hegel, son el núcleo de una
antropología que nos ha llegado directamente del Imperio Romano a través
de su concepción jurídica.
d- El Dios uno y trino, personal y redentor, como el aporte más propio del cristianismo.
e-
La instrumentación de la razón humana como poder científico y
tecnológico que ha dado hasta el presente la primacía a Occidente sobre
Oriente”.
En la misma línea, podemos tomar
una segunda definición, quizás más clara que la primera, extraída del
eminente filósofo y pensador del nacionalismo católico argentino, nos
referimos a Jordán Bruno Genta – asesinado por la guerrilla marxista del
ERP en la década del 70-, quien señalaba los elementos constitutivos de Occidente: “Occidente
es aquello que se nutre de tres grandes fuentes. Lo heredado a través
de España, la cristiandad, la filosofía clásica de Platón, Sócrates y
Aristóteles, cristianizada –si se permite el término- por la patrística y
la escolástica, en particular por San Agustín y Santo Tomas, y es
finalmente, el derecho romano”. Sin embargo, conviene insistir en que el emérito profesor se refería a los constitutivos;
esto es, aquellos elementos que hicieron a Occidente, pero a nuestro
criterio, Reforma Protestante mediante, ya no son los mismos que priman
hoy día.
Es lamentable e inconmensurable el
daño de la Reforma de Lutero, que a su vez dio origen a lo que llamamos
las tres grandes revoluciones. Todas ellas, hijas de este primer cisma
de la fe. Este tema se encuentra muy bien desarrollado por un gran
teólogo que posteriormente se terminaría apartando de la recta doctrina
en un imprescindible libro “Los Tres Grandes Reformadores”, y nos
referimos, claro está, a Jacques Maritain. Allí exponía que dichos
reformadores fueron Lutero, Descartes y Rousseau, y en la página número 3
de su libro, ya desnudaba su eje central sosteniendo que: “Tres
personas por razones muy diversas dominan el mundo moderno y están a la
cabeza de todo lo que lo atormentan, Un reformador religioso, uno
filosófico y un reformador moral”. Volviendo a la definición de
Genta, creemos entonces, que en esta época no podemos hablar de
Cristiandad, como elemento que aún perdura, porque existió una Reforma
que quebró dicha unidad y a su vez disparó dos revoluciones que son
consecuencia de ella y echó por tierra su cosmovisión.
Por
lo expresado nosotros preferimos hablar de catolicismo y no de
cristiandad. Decía el autor argentino Boixaidós en su libro la IV
Revolución Mundial: “En este momento estaríamos en la IV Revolución
Mundial, la primera, la protestante en 1517, fue anunciada, precedida y
preparada por el humanismo renacentista, entierra la sociedad
teocéntrica medieval, dando paso al giro antropocéntrico donde se pone
como centro de la cosmovisión al hombre como tal, todo esto se exacerba
en la segunda revolución, la Revolución francesa de 1789, donde
claramente Rousseau tiene influencia. En ella toma rasgos anti deísta y
teísta y se pone como Dios supremo a “la diosa razón”.
Lamentablemente
los idearios de dicha revolución siguen vigentes hasta hoy. Por
supuesto, no nos referimos a los ideales de los “derechos del hombre”,
que dicho sea de paso no tenían nada de novedoso porque ellos estaban
contemplados en el Derecho Natural, sino por el conocido frontispicio de
“igualdad, libertad y fraternidad”. Al respecto decía el filósofo
existencialista católico Gabriel Marcel: “Hay que renunciar de una
vez por todas a la especie de inmotivada, irracional conjunción entre
igualdad y fraternidad, vigente desde hace un siglo y medio por obra de
espíritus desprovistos de toda potencia reflexiva. Estamos tan
acostumbrados a ver acopladas las palabras igualdad y fraternidad que ni
siquiera nos preguntamos si hay compatibilidad entre las ideas que esas
palabras designan. Pero la reflexión permite justamente reconocer que
esas ideas corresponden, para hablar como Rilke, a direcciones del
corazón completamente opuestas. La igualdad traduce una suerte de
afirmación espontánea que es la de la pretensión y el resentimiento: soy
tu igual, no valgo menos que tú. En otros términos, la igualdad está
centrada sobre la conciencia reivindicadora del yo. La fraternidad, al
contrario, tiene su eje en el otro; tú eres mi hermano. Aquí todo sucede
como si la conciencia se proyectara hacia el otro, hacia el prójimo.
Esta palabra admirable, el prójimo, es una de esas que la conciencia
filosófica desestimó demasiado, dejándola en cierta forma desdeñosamente
a los predicadores. Pero cuando pienso con fuerza “mi hermano” o “mi
prójimo” no me inquieta saber si soy o no soy su igual, precisamente
porque mi intención no se constriñe a lo que soy o a lo que puedo
valer”.
Sobre estas cándidas palabras el
liberalismo político en su conjunto y en particular los elementos
ligados a la masonería apuntan claramente a la destrucción de nuestras
patrias, de la familia y sobre todo de la religión católica y de todo
aquello que nosotros como hombres de tradición consideramos como
valorable. Con claridad meridiana sentenciaba el mártir poeta; ese
caballero de la Hispanidad que fue José Antonio Primo de Rivera: “El
Estado Liberal –el Estado sin fe, encogido de hombros– escribió en el
frontispicio de su templo tres bellas palabras: Libertad, Igualdad,
Fraternidad. Pero bajo su signo no florece ninguna de las tres. La
libertad no puede vivir sin el amparo de un principio fuerte,
permanente. Cuando los principios cambian con los vaivenes de la
opinión, sólo hay libertad para los acordes con la mayoría. Las minorías
están llamadas a sufrir y callar. Todavía bajo los tiranos medievales
quedaba a las víctimas el consuelo de saberse tiranizadas. El tirano
podría oprimir, pero los materialmente oprimidos no dejaban por eso de
tener razón contra el tirano. Sobre las cabezas de tiranos y súbditos
estaban escritas palabras eternas, que daban a cada cual su razón. Bajo
el Estado democrático, no: la Ley –no el Estado, sino la Ley, voluntad
presunta de los más– tiene siempre razón. Así, el oprimido, sobre serlo,
puede ser tachado de díscolo peligroso si moteja de injusta la Ley. Ni
esa libertad le queda. Por eso ha tachado Duguit de error nefasto la
creencia de que un pueblo ha conquistado su libertad el día mismo en que
proclama el dogma de la soberanía nacional y acepta la universalidad
del sufragio. ¡Cuidado –dice– con sustituir el despotismo de los reyes
por el absolutismo democrático! Hay que tomar contra el despotismo de
las asambleas populares precauciones más enérgicas quizá que las
establecidas contra el despotismo de los reyes. “Una cosa injusta sigue
siéndolo aunque sea ordenada por el pueblo y sus representantes, igual
que si hubiera sido ordenada por un príncipe. Con el dogma de la
soberanía popular hay demasiada inclinación a olvidarlo. Así concluye la
Libertad bajo el imperio de las mayorías y la Igualdad. Por de pronto,
no hay igualdad entre el partido dominante, que legisla a su gusto, y el
resto de los ciudadanos que lo soportan. Más todavía: produce el Estado
liberal una desigualdad más profunda: la económica. Puestos,
teóricamente, el obrero y el capitalista en la misma situación de
libertad para contratar el trabajo, el obrero acaba por ser esclavizado
al capitalista. Claro que éste no obliga a aquél a aceptar por la fuerza
unas condiciones de trabajo, pero le sitia por hambre, le brinda unas
ofertas que en teoría el obrero es libre de rechazar, pero si las
rechaza no come, y al cabo tiene que aceptarlas. Así trajo el
liberalismo la acumulación de capitales y la proletarización de masas
enormes. Para defensa de los oprimidos por la tiranía económica de los
poderosos hubo de ponerse en movimiento algo tan antiliberal como es el
socialismo. Y, por último, se rompe en pedazos la Fraternidad. Como el
sistema democrático funciona sobre el régimen de las mayorías, es
preciso, si se quiere triunfar dentro de él, ganar la mayoría a toda
costa. Cualesquiera armas son lícitas para el propósito; si con ello se
logra arrancar unos votos al adversario, bien está difamar de mala fe
sus palabras. Para que haya minoría y mayoría tiene que haber por
necesidad división. Para disgregar el partido contrario tiene que haber
por necesidad odio. División y odio son incompatibles con la
Fraternidad. Y así los miembros de un mismo pueblo dejan de sentirse de
un todo superior, de una alta unidad histórica que a todos los abraza.
El patrio solar se convierte en mero campo de lucha, donde procuran
desplazarse dos –o muchos– bandos contendientes, cada uno de los cuales
recibe la consigna de una voz sectaria, mientras la voz entrañable de la
tierra común, que debiera llamarlos a todos, parece haber enmudecido”.
Todo
esto es parte de un proceso generado por la revolución francesa pero
que tuvo su inicio en la reforma protestante. Pero como si fuera poco
faltaba el tercer golpe, siguiendo a Boixadós, la tercer revolución,
claro está; la revolución bolchevique de 1917. Aquella revolución que
terminó con la rusia zarista y que como bien dice el Padre Sáenz en su
libro “De Vladimir a la Rusia Soviética”, aparto a Rusia de su deber
histórico para sumergirla en las garras del materialismo ateo y
apátrida.
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