Nadie viaja a Murmansk por placer. Excepto yo.
El ferrocarril ruso termina en la ciudad de Murmansk, a dos grados al
norte del círculo ártico. Una línea férrea de 28.000 kilómetros de
longitud para el transporte de pasajeros y carga que muere aquí, ya que
más allá solo está la inmensidad gris del Océano Ártico.
En el tren que cubre el trayecto de San Petersburgo a Murmansk viajan
principalmente rusos de expresión lánguida, en su mayoría mineros,
estibadores y marinos mercantes, que regresan a sus hogares árticos. Uno
de los vagones estaba ocupado exclusivamente por marineros, ya que en
Murmansk se encuentra la Flota del Norte y sus submarinos equipados con
armas nucleares.
Pero todas esas personas no regresan a sus iglús, sino a la ciudad. Y
es que, si hay que vivir tan cerca del polo norte, qué menos que hacer
que sea un lugar habitable. Pese a ser canadiense, nunca he estado en
nuestra parte del Ártico porque… joder, porque es el puto Ártico, un
lugar desolado y solitario.
Se pueden extraer varias conclusiones de los rusos que viven aquí. Se
prevé que para el año 2100 la población de Canadá alcance los cien
millones de personas, lo cual me parece fantástico, pero claro, no todo
ciudadano canadiense va a poder mudarse a Toronto, Montreal o Vancouver.
Así que, ¿por qué no construir ciudades en el Ártico? ¿Es posible
convertir esa región en un lugar en el que la gente quisiera vivir?
La ciudad de Murmansk tiene exactamente cien años de antigüedad. Vamos,
que según el rasero de Europa, está en pañales. Se creó durante la
Primera Guerra Mundial, cuando el Imperio ruso vio el valor de construir
un puerto transitable en el Océano Ártico desde el que poder machacar a
los alemanes. Se construyó el puerto y, lo más importante, se conectó
el lugar con el resto del extenso país mediante una línea ferroviaria.
La ciudad fue escenario de encarnizadas batallas durante la Guerra Civil
Rusa, cuando fue invadida brevemente por los británicos, y durante la
Segunda Guerra Mundial, tras la cual quedó reducida a escombros por los
bombardeos alemanes. Hoy, Murmansk es, con diferencia, la mayor ciudad
del Círculo Ártico, con una población de casi 300.000 habitantes.
En el centro de la ciudad hay una gran plaza en la que se encuentran
sus dos hoteles principales, el espléndido Le Meridien y el Azimut. Como
no podíamos permitirnos ninguno de los dos, optamos por alojarnos en el
Tri Zaysta Mini-Hotel, una especie de B&B ubicado en un edificio de
baja altura y aspecto industrial, muy cerca de la estación de tren.
Tri Zaysta significa "tres liebres" en ruso, y supusimos que debía su
nombre a las tres mujeres de mediana edad que se ocupaban del negocio y
de los clientes. Pronto nos dejaron claro que no les interesaba mucho
saber qué se nos había perdido en el alto Ártico en pleno mes de
noviembre. Sí que se preocuparon mucho, en cambio, de que estuviéramos
bien alimentados y nos agasajaron con blinis (una especie de tortitas
rellenas de queso y/o carne), huevos duros, muesli, kashka (gachas), yogur, pasteles, té, café, leche y triángulos de queso procesado.
Durante nuestro primer día en Murmansk visitamos el Rompehielos Lenin,
la atracción turística más preciada de una ciudad a la que no va ningún
turista. El Lenin se construyó en 1959 y fue el primer buque propulsado
por energía nuclear del mundo. Hicimos una visita guiada por el puente,
los camarotes y, cómo no, los reactores nucleares. Aunque hace tiempo
que fueron desmantelados, hay una escena con maniquíes equipados con
trajes antirradiación simulando la carga de tubos de uranio 235 en el
reactor que me recordó a cuando a Homer Simpson se le cayó una de esas
barras por dentro de la camisa.
Por todo el Lenin hay estatuas y retratos del personaje que le da
nombre y citas que exhortan a la tripulación a difundir la revolución
proletaria a los osos polares o algo así, porque no sé leer ruso. Hay
fotos de marineros rusos jugando fútbol sobre el océano congelado y una
conmovedora foto de Fidel Castro visitando el puente con Brezhnev como
anfitrión. Castro había muerto ese mismo día y el guía turístico se
emocionó un poco al enseñarnos la foto.
Había otro extranjero en nuestro grupo, un tipo italiano ataviado con
unos vaqueros y una chupa de cuerpo que resultó ser un ingeniero que
estaba en Murmansk por asuntos de negocios y que no dejó de hacer
preguntas al guía sobre el funcionamiento interno del buque. Cuando el
guía nos preguntó qué hacíamos en la ciudad, le dijimos que éramos
turistas. Nos miro con incredulidad. "¿Y qué hacéis aquí arriba?".
Le explicamos que habíamos viajado en autobús, tren y ferri desde
Indonesia con la idea de ir desde el ecuador hasta el círculo ártico sin
coger un solo avión, objetivo que habíamos logrado hacía tan solo unas
horas. "Menuda locura", repuso. Le conté también que soy escritor y que
estaba preparando un artículo. Por toda respuesta, el hombre meneó la
cabeza, seguramente soñando despierto con la soleada Toscana.
Más tarde, se negó a cenar con nosotros porque decía que éramos raros.
Respecto a los restaurantes, esperábamos encontrar cabañas de madera
con pieles de animales colgando de las paredes, vodka a raudales
enfriado en la nieve y carne de venado asada en un espetón. Sin embargo,
supimos por la guía Lonely Planet que el McDonald's más septentrional
del mundo se encuentra precisamente en Murmansk.
Lo que no esperábamos encontrar era un sitio como Dandy, un pequeño
restaurante que servía hamburguesas de ciervo con cebolla caramelizada y
patatas asadas sazonadas con romero. El local, plagado de espejos en
los que la elite de Murmansk podía admirar su propia imagen, era el
epítome de lo antisoviético, un pequeño palacio de la burguesía en el
que, extrañamente, la comida era excelente.
Más tarde descubrimos que Murmansk está lleno de lugares como Dandy. La
ciudad está viviendo una fiebre del sushi y casi todos los restaurantes
ofrecen atún y salmón crudos, rollitos California y Filadelfia y piezas
de creación propia. Nos aseguraron que en el restaurante Torro servían
los mejores filetes de carne de la ciudad por el mismo precio que
pagamos por los billetes de tren desde San Petersburgo. Bares como
Amigos Bar y Grill tenían comida mexicana, y en general todos los
locales tenían una carta de cócteles exóticos y tapas modernas.
Un gigantesco centro comercial albergaba un H&M, un Zara, un cine
Megaplex y una variedad de restaurantes abiertos hasta las 22. Sabía que
los rusos se habían abierto al capitalismo desde la caída del telón de
acero, pero no me imaginaba que lo hubieran hecho con tanto entusiasmo
en un lugar tan remoto como el paralelo 68.
Cabe mencionar, también, que, si bien frías, las temperaturas no eran
tan extremas como esperábamos. La media era de unos -10 °C, muy lejos de
los -35 que habíamos soportado en Kazajistán. Al parecer, este año la
temperatura en el Ártico es unos 20 grados más elevada de lo que sería
normal, lo que da una idea de lo jodido que está el planeta, aunque al
forastero de turno que va hasta el culo de vodka por la Avenida Lenina
le viene de perlas para evitar unas cuantas caídas en el hielo.
Quizá estas realidades supongan una decepción para el turista que venga
buscando algo "auténtico", sea lo que sea eso. Para ellos tengo buenas
noticias: de camino al hotel al salir del Dandy, descubrimos un bar cuyo
interior estaba decorado como una cabaña de madera y tenía una cantidad
respetable de aves, roedores y cabezas de venado disecadas.
Uno de los clientes del bar estaba manteniendo un intenso soliloquio y,
para nuestra sorpresa, vimos que solo estaba bebiendo té. En un
privado, varios hombres en torno a una mesa estaban ocupados haciendo
algo que jamás llegaré a saber porque en cuanto intenté asomar la nariz,
cerraron de un portazo.
La cerveza y el vodka estaban bien, pero no podía sacarme de la cabeza
la idea de que aquel local estaba hecho exclusivamente para turistas o,
cuando menos, para hombres de negocios. Y es que, como no dejaban de
recordarme, en Murmansk no hay turistas.
El último día, el Ártico nos regaló una buena oleada de frío gélido
mientras subíamos la colina que había detrás de nuestro hotel para
contemplar el Alyosha, un gigantesco soldado soviético de 15 metros de
altura, guardián pétreo de la ciudad y monumento conmemorativo de todos
los que murieron luchando en el que probablemente fuera uno de los
frentes más duros que jamás se hayan conocido. Cuando alcanzamos la
cumbre de la colina, prácticamente no sentíamos las extremidades.
Pero desde aquella privilegiada posición pudimos contemplar esa mezcla
de salida y puesta de sol que se produce en la ciudad a finales de
noviembre y que hace que no llegue a oscurecer por completo y que
tampoco se pueda hablar de luz del día. Se trata más bien como de una
banda de luz azulada que brilla en el horizonte unas horas y luego se
desvanece.
Desde la cima de aquel promontorio pudimos ver el cálido brillo
anaranjado del sol, que asoma tímidamente sobre el horizonte tiñendo las
nubes de tonos rojizos para luego pasar a la paleta de azules. Amanecer
y atardecer en uno solo. Empieza a eso de las 11 de la mañana y termina
a las 13.
Desde allí también había excelentes vistas de la ciudad y se podía
apreciar el milagro de la tecnología moderna que supone poder hacer de
aquel inhóspito paraje un sitio habitable. Un buen lugar en el que
derrotar a los nazis o, en el otro extremo del Ártico, establecer una
colonia de canadienses.
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