Guerrero: el perfecto ejemplo de cómo la historia es menospreciada
Por: Redacción Revolución /
23 octubre, 2014
(23 de octubre, 2014).- Guerrero. En el
nombre lleva su penitencia. Y la historia comienza con la misma
independencia de México, veamos si no: en 1812 las fuerzas insurgentes
al mando de José María Morelos y Pavón atraviesan la montaña de lo que
en aquel entonces era aún la comandancia de Taxco y suman a su causa a
cientos de campesinos e indígenas de la región. Con ellos rompen el
sitio de Cuautla, toman Chilpancingo, (¡ojo!) Iguala e intentan
apoderarse del estratégico puerto de Acapulco. Fracasan. Morelos pierde
fuerza y poco después es capturado y ajusticiado por las tropas leales
al Virrey. La lucha, sin embargo, continúa en la figura de un mercenario
indígena que le dio nombre a la hoy entidad federativa: Vicente
Guerrero. Huidizo, pragmático (a diferencia de su antecesor) y
políticamente hábil, a él hay que agradecerle el 50% del pacto que
brindó la autonomía política a la Nueva España finalmente en 1821, pero
bajo su sombra comenzó a gestarse el primer gran cacicazgo local en la
región, no se nos olvide.
Dice Carlos Illades, historiador del
Colegio de México y autor de un libro elemental para comprender al sur:
“Guerrero: historia breve”, que en dicho estado, más que en ningún otro
de la república, se enraizaron los trágicos males que aquejan al México
moderno desde entonces: pobreza extrema, anacronismo de la cúpula
política y debilidad de la sociedad civil. Caldo de cultivo para la
convulsión social. Germen para los movimientos campesinos y obreros.
Durante la revolución, el norte del Estado se adhirió a las huestes de
Zapata. Luego de la derrota del caudillo morelense, nuevos cacicazgos
impusieron su dominio. De la costa, la rebelión escaló a la sierra.
Masacres y episodios de extrema violencia sobran: Acapulco en 1923,
Chilpancingo en 1960, Iguala (oh, Iguala) en 1962, Atoyac en 1967, Aguas
Blancas en 1995, El Charco en 1998, y hoy, 2014, la nueva tragedia de
Iguala.
No sólo el contexto social impone una
suerte de determinismo trágico a Guerrero, también su accidentada
geografía es sinónimo de violencia, ante la ausencia de una adecuada red
de comunicaciones terrestres (sin olvidar la casi absoluta ausencia del
ferrocarril, desde tiempos del porfiriato) y la desarticulación
comunitaria que provoca. Los sucesivos gobiernos estatales jamás
intentaron componer este desastre; más bien al contrario, lo han
alentado, porque el cálculo político cortoplacista y mediocre es rey en
la filosofía política del guerrerense. Como decíamos, la resistencia era
inevitable.
Como inevitable es también que ésta haya
estado siempre ligada a la educación. Una entidad federativa cuyo PIB
per cápita figura entre los más bajos del país, otorga pocas
posibilidades de superación a su población: la educación (vía el
magisterio), la resistencia armada y la delincuencia. Las luchas
populares de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez en la década de 1960
tuvieron su núcleo en Ayotzinapa, concretamente en la normal rural,
donde se estudiaba marxismo. No se necesita tener un doctorado en La
Sorbonne para pronosticar que la combinación de miseria y educación
socialista necesariamente provocará violencia.
Luego está el crimen organizado, por
supuesto. Desde épocas inmemoriales, Acapulco ha sido un puerto de
entrada y salida de drogas de todo tipo. Asimismo, la orografía
guerrerense fue desde siempre muy adecuada para el cultivo de amapola y
mariguana de muy buena calidad. Su producción y monopolio ha pasado de
unas manos a otras generando ocasionales escaladas de violencia. El
dinero del contrabando de estupefacientes ha impregnado a la rebelión
serrana, oh sí y claro, a la clase política.
No hay hilos negros que descubrir, basta
con leer la historia. Ésta última no sólo sirve para adornar nuestro
panteón mitológico civil, ni para que los niños en las escuelas hagan
adorables puestas en escena, no, la historia debe ser itinerante y
socialmente relevante. Cierto es que la sociedad de consumo y el propio
gremio la han orillado a un cajón con telarañas, pero debe vivir siempre
como conciencia ardiente. Los ingredientes históricos de Guerrero sólo
pudieron haber generado lo que hoy se tiene: un desastre. Los desastres
no son, a pesar de todo, inmanentes e inatacables. Se debe superar la
indolencia actual, desde luego, en todos los órdenes de gobierno, pero
la Historia, así con mayúscula inicial, debe comenzar a servir para
algo, carajo.
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